Huellas de mi pueblo y sus siestas con Solapa
Huellas de mi pueblo y sus siestas con Solapa. Libro, relatos, poesía, historias de Viale, Entre Ríos, Familia Bovier. Estela Bovier de Haenggi
Aquí estoy, ...pisando fuerte!!
...acercaré la silla de mimbre que traje de otros tiempos y leeré mis historias ...
martes, 9 de agosto de 2011
lunes, 23 de mayo de 2011
lunes, 22 de marzo de 2010
sábado, 25 de julio de 2009
lunes, 8 de junio de 2009
Sólo quedaba del casco una hermosa entrada llena de árboles, un viejo molino, los corrales y un galpón, por lo que papá para poder quedarse en tiempos de siembra o cosecha, o para pasear durante las vacaciones con nosotros, construyó una casita de paredes asentadas en barro y techo de paja. Recuerdo de ella que tenía un ambiente único, muy grande, con un grueso palo central en el medio, que hacía de sostén a todo el techo. Allí estaban las camas, y una gran mesa con hule floreado, donde no faltaba el pan casero o las tortas fritas en los días de lluvia.
En la cocina se destacaba un fogón, que era el lugar de reunión a la hora del mate, oportuno momento para escuchar el cuento sin final de papá, él que nos hacía estar atentos, tal vez esperando que un día termine.
Ese cuento merece un párrafo aparte ya que forma parte de la tradición familiar y aún hoy lo escuchan de boca de los mayores, sus nietos y bisnietos. Dice así: “había una vez un pato, que atrás de una pata andaba, por ver si la chamullaba, se puso a esperar un rato, y al rato llegó otro pato, que atrás de la pata andaba, por ver si la chamullaba, ...”.
También se comentaba en la cocina la falta de agua para el maíz, o el nacimiento del nuevo ternero, o nuestras últimas travesuras.
Justamente de eso se trata. Era la hora de la siesta, una buena hora para una nueva aventura, cuando con un poco de esfuerzo llevé al caballo blanco cerca del alambrado para hacer más fácil la subida. La intención era dar un paseo con mis hermanas menores, Ana María y Viviana.
Las tres, una apretada a la otra, montamos en el caballo que afortunadamente había quedado ensillado a la sombra del paraíso, muy cerca de la batea.
Si bien mi intención era pasear por los angostos caminitos del campo, fue el caballo quien decidió el recorrido, y no pasó mucho tiempo para que se internara en el maizal.
Su sorpresivo galope y mi inexperiencia hacían que en cada salto fuéramos perdiendo nuestro lugar en la montura, así que después de un corto trayecto, “la rusita”, como le decíamos a Viviana, que sólo tenía dos añitos, comenzó a deslizarse por la sudada panza del animal. Any, prendida fuertemente a ella, también hacía ese redondo recorrido, hasta que las tres, caímos sobre el duro sembrado. Si bien el pobre bicho antes de salir asustado en su loca carrera, nos rozó con sus patas un poquito, no fue mucho lo que nos hizo.
Después de consolar a Viviana para que no llorara, volvimos las tres de la mano sin hacer ruido, casi en puntas de pie, porque no era conveniente contar con demasiados testigos. Despertamos a mamá, quien en cómplice silencio nos limpió los raspones, haciéndonos prometer el “nunca más” que se acostumbra en estos casos. Más tarde vino la leche en taza grande, con pan adentro cortado chiquito y nos olvidamos de todo.
martes, 2 de junio de 2009
miércoles, 27 de mayo de 2009
Para tener la inocencia de los niños, viviendo como adulto;
para que seamos afortunados, si no tenías fortuna;
para poder trascender, si eras tan sencillo.
Cómo hiciste, papá?
Para hacernos reír, con locas ocurrencias;
para enseñarnos tanto, con sólo tercer grado;
para que hablen de vos, aún sin conocerte.
Cómo hiciste, papá?
Para que aún sorprendas, sin estar en la tierra;
para estar con nosotros, si pasaron seis años;
para ser como eres, y no decir que fuiste.
Cómo hiciste, papá, para desde el corazón y los ojos de mamá,…
seguir estando vivo.
lunes, 18 de mayo de 2009
o encontrar un secreto guarecido en el tiempo,
caminas por tu pueblo a la hora de la siesta,
tal vez no veas niños corriendo en los baldíos,
ellos están adentro,
jugando entretenidos.
No saben, no le temen, pero cuentan algunos,
que han visto a la Solapa llegada de otro tiempo
que asoma a los tapiales,
y espía desde el fondo,
... agazapada.
Inútil se atrinchera muy cerca de La Loma,
debajo de los puentes, detrás de los galpones.
Quizás para adueñarse otra vez de la siesta,
o sólo anda buscando
a los niños que fuimos.
Si no nos ha encontrado,
salgamos a cumplir los sueños postergados.
Dejemos que se queden los miedos,
… escondidos.
Con su experiencia como camionero, papá trató de tranquilizarlo, y luego de cargar el equipaje, se sentó al volante de su camión, acompañado de mamá que me llevaba en la falda, y de mis hermanos Lalo, apenas adolescente y Hugo, un niño de siete años. El reloj de pared del comedor marcaba las tres y media de esa madrugada.
Iniciamos el viaje con destino a la ciudad correntina de Curuzú Cuatiá, por la ruta de tierra, que llevaba a La Paz. La misma se iluminaba cada tanto, y los sonoros truenos anunciaban la inminente llegada de una lluvia torrencial. Luego de La Paz, pasamos por Feliciano, siempre tratando de ganarle al tiempo.
Los viajes se hacían cortos con los cuentos de papi, historias que siempre contaba como propias, por lo que despertaban aún más nuestro interés. Todo giraba en cuentos de luces malas, del diablo transformado en bebé que encontró el abuelo andando a caballo, de aparecidos. Siempre remataba el final con salidas cómicas, muy de su estilo, tales como “¡qué cosa que muere gente que nunca ha muerto, che!”, o comentarios como “Todos tenemos dos ojos, una nariz, dos orejas, una boca. ¡Pero somos todos distintos! ¿Cómo puede ser?”.
Cerca del mediodía llegamos a San Jaime de la Frontera, donde compramos frutas y algunos sandwichs, “para no parar”, decía nuestro chofer. Allí se enteró, por la radio del comedor, que en Viale ya estaba lloviendo, y el mal tiempo venía hacia nosotros en un gris plomo amenazador.
Había una razón que justificaba nuestro apuro. El camión estaba cargado con pasto para ser vendido en Corrientes como alimento para animales, el que no debía mojarse. Cuando llegamos a Curuzú Cuatiá, buscó un hotel, donde bajó mamá con los bolsos y conmigo, a quien para que no me mojara, llevaba casi volando, apretándome de la mano. Posiblemente nuestro refugio tenía menos estrellas que el cielo de la noche anterior, o tal vez ninguna, porque mamá aún hoy recuerda que la puerta no tenía cerradura y la comida estaba cruda. Pero todo estaba bien y lo disfrutábamos...
Y posiblemente fue esa oración, pero en castellano, la que rezamos junto a su cama aquella noche cuando el tío nos dejó después de padecer una penosa enfermedad. Me recuerdo junto a él, junto a su mesa de luz, seguramente porque los mayores no se dieron cuenta de mi presencia. En realidad, no tenía muy claro lo que estaba sucediendo, ya que gracias a Dios la muerte era algo abstracto y lejano para mi. De ella algo sabía a través del catecismo y del fallecimiento de mi abuelo, cuando sólo tenía cinco años.
Los velorios son tristes. En días de lluvia, más tristes aún, pero si a eso le agregamos que es en el campo, el panorama es desolador.
Acompañando al tío en sus últimos días, muchos de los familiares se habían instalado en la casa del campo del abuelo Juan, a la que se llega aún hoy por el camino viejo a Seguí.
Como en todos los velorios de esa época, confirmada la muerte, los hombres en silencio corrieron los muebles del lugar elegido y se fueron a organizar un asado en el patio del fondo, para dar de comer a toda la gente que ya estaba y la que poco a poco iría llegando, al enterarse de lo ocurrido en nuestra familia.
Las tías y mamá colocaron todas las sillas junto a la pared y nos mandaron a los chicos afuera. En presencia de tantos primos, se nos mezclaban los sentimientos y por momentos nos parecía que estábamos de fiesta. Más tarde, todos nos sentamos por largas horas en la galería, aguardando la llegada de los aparatosos elementos de la funeraria.
Los grandes pasaron la “mala noche”, se llamaba así a la noche en que los parientes y amigos acompañan al fallecido. Al otro día, nos levantaron temprano porque debíamos viajar rumbo al cementerio de Viale.
La lluvia, que no paró en toda la noche, había dejado los caminos intransitables. Pero, como el traslado era impostergable, se decidió emprender el recorrido de cualquier forma y en los vehículos disponibles. Así fue que algunos subieron a los carros tirados por uno o dos caballos, otros a los autos con cadenas en sus ruedas, y mis hermanos y yo viajaríamos con papá y mamá en el camión, el que a su vez llevaba un acoplado cargado de gente.
Mi hermano Hugo, aún adolescente, manejaría el tractor Fiat color naranja que afortunadamente quedó en la familia, al que le llamaban “vaso de agua”, porque –decía orgulloso mi padre- no se le niega a nadie.
Como el barro era mucho, avanzábamos lentamente, todos formando una larga caravana. Era común ver autos atravesados en una alcantarilla o caídos en una pronunciada cuneta, los que por turno eran asistidos por mi hermano y su tractor, quien se desplazaba continuamente para seguir de cerca al variado acompañamiento.
En medio de tanto desorden y tristeza, ya en el último tramo del camino, el tractor llevaba atados con una gruesa cadena, al camión de papá, el que a su vez llevaba atado al camión de la familia Donda, para facilitar el avance de ambos vehículos. El ruido de los motores impidió que Hugo escuchara al tren que avanzaba a alta velocidad. El tractor alcanzó a subir el pronunciado terraplén donde pasaban las vías, y fue recién en ese momento cuando advirtió que se acercaba la máquina. Sorprendido sólo atinó a avanzar, y lo hizo de una manera tan brusca, que se cortó la cadena y quedaron de un lado el tractor y del otro lado, los dos camiones cargados de gente, casi sin aliento..
Este hecho -que pudo terminar en tragedia- es recordado en mi familia y aún hoy nos estremece, tal vez porque la Virgen, a la que aprendí a rezarle en confuso francés, venía junto a nosotros, y ese día nos regaló un milagro.
Sigo con el baile, éste empezaba temprano, más o menos a las nueve, y terminaba no más de las tres de la madrugada. Siempre con una orquesta de moda, mucha buena onda, completa cantina, y a esperar que te saquen a bailar. Yo tenía pena grave por parte de Hugo, mi hermano, de no salir a bailar por lo menos una “pieza” con aquél que me invitara a bailar. A él le molestaba que un amigo fuera rechazado por una de sus hermanas después de atravesar toda la “pista”.
Es que era comprensible, el cruzar la pista era todo un tema, ya que debía dirigirse el caballero a una determinada dama y en caso de un “rebote” quedaba en total evidencia, por lo que supongo que era muy humillante, ya que estaban sobre él todas las miradas. Uno de los recursos para evitar ese papelón era el “cabeceo” a la distancia, pero corrían con el riesgo de que saliera a bailar una dama que nada tenía que ver con su propósito.
En la historia que hoy les cuento, estabamos rodeando una pequeña mesa, de esas de maderas plegables, ocho chicas amigas, cuando después de atravesar de punta a punta la pista, llegó un conocido candidato. Invitó a bailar a todas, comenzando justo por la otra punta, yo estaba en el otro extremo. Mis amigas, una a una fueron diciendo que no, y entonces en último lugar, llegó mi turno.
Miré a mi hermanito vigilante, y me estaba observando el muy “cuida”, así que como un resorte me levanté y salí a bailar.
Era todo un personaje mi compañero, ya que tenía preparado el discurso. Recuerdo que al finalizar el primer tema, con voz romántica me dijo “A vos desde que te vi, me enamoré”... ¡?.
Fue tanta mi sorpresa que nunca lo olvidé.
jueves, 14 de mayo de 2009
Las niñas, usando pocos juguetes y mucha imaginación, jugábamos a la visita, a la mamá, a la peluquera, a la farmacia o al almacenero, para lo cual toda botella, tarro, palos de escoba, calabazas y trapos se convertían en remedios, vinos, perfumes, ollas, secadores de pelos, muñecas y sus vestidos.
Pero había alguien que cada tanto se encargaba de arruinarnos la fiesta. Esa era la Solapa. Para quienes no la conocieron y también para los que ya la olvidaron, les cuento que esa señora, tal como lo decía Santos Tala, a quien años más tarde tuve oportunidad de conocer, andaba toda vestida de blanco con un sombrero grandote, y aparecía justo a la hora de la siesta, siempre anunciada por el canto de la paloma. No se porqué razón, pero cuentan que algunas veces, la vieron que vestía de negro.
Según la chamarrita de ese conocido payador, la solapa nos quería asustar porque teníamos los mismos gustos, a ella también le gustaba el pisingallo, ese frutito blanco con forma de uva alargada, que encontrábamos en las enredaderas silvestres que se prendían en los alambrados. Además porque a ella no le gustaba que a la siesta, los “gurises cuatreros” anduvieran revisando los niditos. Lamentablemente contaba con la complicidad de los mayores.
Era suficiente que escucháramos el huu... huu, que cantaba a la siesta la paloma o ver pasar algo blanco parecido a una sábana y algún sombrero aludo moviéndose detrás de una pila de ladrillos o de los matorrales, para que “se armara el desparramo de gurises”, y corriéramos cada uno a su casa, atravesando de un salto los alambrados que separaban los patios linderos, ya que casi no había tapiales. Así corríamos, sin respiro, por los zaguanes y galerías hasta llegar a la seguridad de nuestra trinchera, la cama, adonde con el corazón saltando en nuestro pecho, nos metíamos tapándonos hasta la nariz, no precisamente para dormir la siesta, sino para poder espiar o imaginar los movimientos de nuestra enemiga...
miércoles, 13 de mayo de 2009
Un abrazo para mis queridos compañeros de entonces!!
El año 1965 trajo una sorpresa para Viale. Hasta esa fecha, la única opción para el secundario era la Escuela Normal. Pero en ese año, una hermosa oportunidad se nos brindó no sólo a quienes recién terminábamos la escuela primaria, sino a aquellos que por distintas razones hacía ya un tiempo que se habían alejado de las aulas. En ese año, el Instituto Comercial “Virgen Milagrosa” comenzó a funcionar y tuvimos la posibilidad de elegir.
Recuerdo el entusiasmo de papá cuando llegó con la novedad, y si bien la idea tenía un poco de aventura, quiso que me inscribieran en la flamante escuela, junto a un numeroso grupo de gente, del pueblo y de zonas aledañas, que se habían acercado al colegio buscando el prometedor título de “perito mercantil”.
Las clases, que comenzaron a dictarse en las aulas de la escuelita de las hermanas o en el salón de la parroquia, iban haciendo camino al andar, un camino de muchas ganas, y un poco de incertidumbre. Sin embargo, sabíamos que nuestro pequeño barco no se hundiría con cualquier tormenta, porque al frente timoneaba el entonces Padre Héctor Saperas, un joven sacerdote decidido a llegar hasta el final con este proyecto. Con sus zapatos con suela de goma ingresaba silenciosamente al aula sin que lo advirtiéramos, sorprendiéndonos cuando lo descubríamos al final de la clase.
Al seguro capitán de nuestra nave lo asistía una excelente tripulación, formada por jóvenes profesores de este pueblo y de la ciudad de Paraná, cuya imaginación y dedicado empeño para cumplir de todas maneras con su objetivo, permitió que año tras año se inaugurara un nuevo curso lectivo.
Era normal ver llegar a los profesores con botas en los días de lluvia, días en los que el barro de la entrada de Viale hacía ansiosa la espera de los profesores de Paraná, ante la posibilidad de una “hora libre”. También la búsqueda de ranas en las cunetas para la clase de Zoología, o las didácticas clases de Literatura a la sombra de los árboles que rodeaban la canchita, estrategias que seguramente pretendían disimular la falta de elementos o de aulas en no pocas circunstancias.
Es suficiente con cerrar los ojos para ver a Elaine de Gioria, en su papel de Secretaria, y a Pochi Aimone como Celador. Ambos se transformaron en fieles compañeros y si no abusábamos, contábamos con su complicidad para disimular una llegada tarde o la falta de medias de nylon con rayas de nosotras, las niñas. Ellos apuntalaban la tarea de avanzar cueste lo que cueste, aguardando la llegada de la primer entrega del producto terminado. Si bien a lo largo de los cinco años algunos de los nuestros quedaron en el camino, están presentes en nosotros. Evocando a ellos, llega hasta mi una especial nostalgia por un querido compañero de entonces, Abelardo Fontana, quien, seguramente, desde algún lugar del cielo nos mira con su contagiosa alegría.
Lo cierto es que el compartir esas experiencias nos unió muy fuerte, porque sentíamos que juntos íbamos abriendo el surco para sembrar las semillas que prometían la primer cosecha. Así fue que en el final de la primavera del 69, el colegio entregaba a la comunidad de Viale su Primer puñado de Peritos Mercantiles, integrado por ocho chicas y cuatro muchachos.
Me acompañaron en esa aventura Raquel Lara, Marta Micheloud, Norma Nani, Mirta Salcedo, Norma Salcedo, Norma Siebenlist, Elsa Trocello, Agustín Irusta, Aliardo Sosa, Armando Tropini y Alberto Zapata, a quienes guardo en lo profundo de mi corazón.
porque inauguramos a nuestra escuelita.
Hay una gran fiesta con mucha alegría,
donde participa la gran mayoría
de toda la gente de la cercanía.
Estruendos de bombas al rayar el día,
al Rey de los Astros dieron bienvenida.
Flamea en lo alto la enseña argentina,
henchida de gozo, de paz y de dicha.
Cantaron el Himno la gente reunida,
cubriendo sus ecos a nuestra escuelita.
Alegres los rostros expresan sonrisas,
y los corazones con fuerza palpitan...
Es que todos sienten inmensa alegría,
porque inauguramos a nuestra escuelita.
Es así la escuela, mamita querida,
a la que tu hija –razón de tu vida-
concurre anhelosa toditos los días.
Ella es el fruto de fuerzas unidas,
de la acción fecunda, noble y decidida,
de toda la gente que habita esta Villa,
como del gobierno de nuestra Provincia,
..................................................................
Galardón sublime de la Patria Chica.
Todos cooperaron para verla erguida,
para que naciera flamante, bonita...
primero ladrillo, más tarde cal viva,
arena y “portland”, de a poco traían.
baldosas, mosaicos, reunidos en pilas,
hierros, aberturas, para la escuelita.
Hicieron cimientos, y después las vigas,
techo y revoques, todo sin fatiga;
hasta la pintaron de blanco enterita,
Como nuestra Santa, la Virgen María...
y como una novia recién vestidita.
Aquí está la escuela, mamita querida;
nido de cariño, caja de armonías,
valioso tesoro que tierno prodiga
cual madre amorosa, su sabiduría.
Es ella ternura, es fuente de vida,
porque nos inculca bondad infinita.
Ella es luz radiante que el alma ilumina
y que nos conduce por senda benigna.
Todo eso es la escuela de Las Hermanitas
que hoy inauguramos, mamita querida.
Por eso yo ofrezco con la fe más viva,
mi humilde oración: ¡Qué Dios la bendiga!
Poesía de don Amalio Zapata Zoñez.
martes, 5 de mayo de 2009
lunes, 4 de mayo de 2009
Por la noche, la mayoría asistía a los bailes en los clubes, famosos en la zona. Si bien nos hacía merecedores de un seguro reto en el sermón del próximo domingo.
Lo cierto es que familias enteras concurrían a la anunciada cita, las que luego de ocupar una gran mesa y pedir gaseosas y cervezas con generosidad, se disponían a bailar y disfrutar, mientras aguardaban la elección de la princesa de la noche o de la reina, si se trataba de la noche de cierre.
Los chicos se divertían corriendo alrededor de la pista mientras juntaban tapitas de cerveza y de las otras. En el escenario, con voz grave y ceremoniosa, el cálido don Amalio Zapata Zoñez animaba la velada, junto al querido y recordado “Petizo” Smunck, quienes anunciaban un nuevo tema musical o se encargaban de convocar a las participantes, con el característico “...ahí viene viniendo la princesa” de don Amalio.
En mi familia siempre recuerdan en especial una noche de carnaval, cuando Chiche Vitor, uno de mis cuñados, se disfrazó de espantapájaros con un traje de duro cartón, y papá, que para estas cosas era materia dispuesta, se disfrazó de detective, vistiendo un piloto de cuello levantado, pipa y gorra. Todo estaba muy bien, lástima que el simpático espantapájaros por tener los brazos estaqueados tuvo que conformarse con caminar como sonámbulo toda la noche.
sábado, 2 de mayo de 2009
Era temprano cuando salió a la puerta acompañado de mamá, quien cargaba un bolso donde le había puesto algunas “mudas” y algo de comida para el viaje de ida.
Ella, con sus treinta y tres años, lo quedó mirando hasta que el camión se perdió en la angosta callecita de tierra, rumbo a la casa de Don Ochoa, quien lo acompañaría en su larga travesía. Seguramente esta vez, también traería leña y un poco de carbón para que mamá vendiera al menudeo, en el fondo de casa. “Con eso tenemos para la comida diaria” contaba orgullosa sentada en el patio recién regado, porque era de tierra, de su vecina doña Alejandra Kocherengo.
Después de mirar a su hombre partir, suspiró hondo y sin pronunciar palabra, se puso el delantal y se apuró a levantar a mis hermanos mayores, para que no llegaran tarde a la Escuela Nº 60. Yo todavía no iba porque sólo tenía dos años, así que los observaba desde mi escasa altura. Les sirvió un desayuno de leche caliente y pan fresco y los despidió con un beso, en la esquina, como lo hacía todas las mañanas.
Habían pasado demasiados días, con sus largas noches, sin que recibiera alguna noticia que le dijera que todo andaba bien. Era ya tarde cuando golpearon a la puerta que daba a la galería. Mamá saltó de su cama y corrió a la puerta, sintiendo que su corazón dejaba de latir por un instante. “No se asuste Dorita, pero a Cándido se lo llevaron los militares”, dijo el Negro Leguizamón, tratando de hablar despacio para no asustarla. Esa era la primer noticia que recibía después de su partida, y consideraba necesario confirmarla. Nos vistió a todos, callada, como es ella, y cargando conmigo en brazos fuimos caminando por el medio de la calle. “Es más seguro...”, decía mamá, “las veredas están llenas de yuyos y puede haber algún bicho escondido”.
Así llegamos a la casa de don Modesto Grinóvero, el papá de Arturo y Raúl, quienes también formaban parte del grupo de camioneros. El hombre mayor, tratando de tranquilizarla, le dijo que sí, pero que se quedara tranquila, que iba a estar todo bien, y la llamó a Amalia, su esposa, para contarle sobre lo sucedido. No se lo había dicho todavía para no preocuparla.
Un poco mareada por la situación, nos juntó a los cinco y decidió emprender el regreso. La noche estaba demasiado oscura, había poca luna y no pudo ver que cerca del portón había unas tablas con tornillos que en su caída, se incrustaron justo en una de sus rodillas. Con esa herida abierta, caminó sin quejarse para no asustarnos, rumbo a casa. Cuando llegó, buscó una palangana con agua tibia y un poco de alcohol para evitar una infección, mientras pensaba a quien recurrir para saber algo más. En Viale había pocos teléfonos, y con ese dolor tan fuerte en su pierna y con los chicos tan pequeños, no era conveniente moverse esa noche. Mañana tal vez, pensaba, una “conferencia” a Paraná, así se les le decía a las llamadas de larga distancia, a su sobrina Elicia Zabala, podría aclarar un poco las cosas.
Era septiembre, los días más cálidos marcaban la proximidad de la primavera del año 1955. Esa tarde de domingo, mientras aguardaban que en el obraje pudieran entregarle la leña, nuestros camioneros decidieron ir a pescar a un arroyo cercano. La tranquilidad del lugar invitaba a una siesta debajo de los árboles, después del asado. La sorpresiva y ruidosa llegada de hombres uniformados interrumpieron esos planes al aire libre. Uno de ellos preguntó en voz alta de quien eran los camiones que estaban estacionados junto al arroyo. Les propuso que los manejaran ellos, o de lo contrario se los llevarían para cargarlos con soldados.
En el país se estaba gestando la revolución militar con apoyo en Curuzú Cuatía, autodenominada “Revolución Libertadora”. Juntaron sus cosas y después de mirarse sin pronunciar palabra, decidieron no desprenderse de sus camiones y manejarlos hasta el destino que los militares les asignaran. Papá no estaba dispuesto a perder su capital, lo había comprado con mucho esfuerzo. Sentía que estaba en peligro y no sabía como ni cuando terminaría esta odisea.
Después de nueve días, llegó la noticia esperada gracias a averiguaciones del marido de Elicia. Los camioneros estaban bien, habían sido traídos hasta Paraná cargando soldados y papá servía comida en los cuarteles.
A su regreso, una luna llena iluminaba el patio, y se metía curiosa por la ventana del comedor. La calma reinaba en toda la casa, y en la cocina, el cuadro de rústica madera y color a humo sabiamente rezaba “Donde existe el amor, reina la felicidad”. El camión de la aventura ya estaba guardado en el galpón y en la radio se escuchaba al periodista uruguayo de Radio Colonia que con su voz característica hablaba del reciente bombardeo a la Casa de Gobierno en Buenos Aires, y de la consecuente caída del entonces Presidente de Argentina, General Juan Domingo Perón.
Cenamos en silencio, y luego, cobijados por un profundo afecto, rodeamos a papá para escuchar, a la luz del farol, el relato de su último viaje.
miércoles, 29 de abril de 2009
Subida a una silla pude asomarme, cuando nadie me veía, en una tranquila siesta de verano, pero nada pude ver, sólo una gran oscuridad.
En ese aljibe de piedras dibujadas vivía –en mi imaginación- la solapa, la que ayudada por Hugo, lo supe muchos años después, aparecía detrás de los ladrillos de fondo, al canto de las palomas.
Pero no duró mucho la ilusión, a los pocos meses nos enteramos que el comerciante se había ido a vivir a otra provincia, llevándose con él los sueños de unos ingenuos y avaros estudiantes,… nosotros, los de quinto…
Entre ferias de platos y venta de empanadas se nos ocurrió una idea. Traer a “Los Iracundos"... pero truchos…
martes, 28 de abril de 2009
Mis hermanas mayores, Elvy y Susy, seguramente respondiendo a mis interminables preguntas, propias de una niñita de 3 años, me habían contado que dentro de ella vivían pequeños hombres, por lo que para mi era muy difícil entender como llegaban a través de un cable tan angosto.
Más tarde, cuando ya tenía ocho años, gran parte de mi familia se reunía a la hora señalada a su alrededor, para no perdernos detalle de la esperada novela. Mis escasos años no me impedían estar allí, imaginando el caballo cuyo galope escuchábamos, el licor que servían en el vaso, la puerta donde llamaban, o el parque lleno de flores donde paseaban los enamorados, cuyo trinar de pájaros llegaba a nuestro oído. Es que era “Jorge De Torres y su gente”, o “Bernardo de Bustinza”, o “Alfonso Amigo”, quienes a través de la radio nos traían la ilusión de vivir una atrapante historia que seguíamos atentamente día a día, para luego al finalizar la misma, traernos la obra a nuestro pueblo.
La noche elegida, la mayoría de las familias se reunían frente al escenario especialmente preparado de “Viale Foot ball Club” o del “Club Arsenal”, para al fin, conocer el rostro de los protagonistas, quienes hasta ese momento sólo estaban en nuestra imaginación.
Y el día después era nuestra fiesta, con los chicos del barrio comenzaban los ensayos, era suficiente con improvisar nuestro telón colgando entre los árboles de mandarinas que había en el fondo, el toldo sacado sin permiso de doña Clara Gramundi, una buena vecina que además era abuela de Silvia, y ya nos sentíamos toda una compañía de actores.
Sin problemas ni timidez alguna, nos disfrazábamos de acuerdo al papel asignado, cuya letra conocíamos gracias a que todos o casi todos escuchábamos la novela por la radio. Era así que por la tarde, después de los deberes, hacíamos nuestra presentación frente a la mirada atenta de nuestros invitados, el resto de los “gürises” de “Villa Tranquila”, a quienes, tal vez compensando su esfuerzo, les repartíamos mandarinas, después de cobrarles la moneda de entrada. Con pantalones cortos y rodillas rotas, formaba parte de ese menudo público Sergio Schmunck, actual intendente de la ciudad de Viale.
Pasaron los años y dejé mi pueblo natal para seguir una carrera universitaria en Santa Fe. Allí mientras estudiaba, si bien nada tenía que ver con mi actual profesión, para desafiar a un compañero de facultad, tomé coraje y me presenté a un concurso de locución que se hacía en el Salón Dorado de L. T. 9 Radio Brigadier López de esa ciudad, radio a la que ingresé junto a otros dos participantes y en la que trabajé durante casi tres años. Años más tarde, pude trabajar en L T. 14 Radio General Urquiza de Paraná.
La experiencia permitió que conociera por dentro a ese aparato con cable que tanto llamó mi atención, y la de todos los niños de mi época, porque estaba rodeado de misterio.
Cómodamente me instalaba en el asiento trasero del auto...Ellos estaban felices seguramente por mi compañía. Tanto es así que al llegar a destino, me compraban caramelos masticables que yo disfrutaba luego en la oscuridad de la sala...
Cuando se apagaban las luces, misteriosamente el proyector se asomaba por una diminuta ventana disimulada en la pared trasera. Desde allí, salía un fuerte rayo de luz que se reflejaba en la pantalla, y empezaba la función…
Recuerdo que había dos cómodas escaleras por la que se accedía a los balcones, una a cada lado, adonde se ubicaban la mayoría de las parejitas…
lunes, 27 de abril de 2009
En la madrugada nos sorprendía un tímido golpeteo en la ventana del frente de casa, que justo daba al dormitorio de mis padres…
Con mis hermanas saltábamos de la cama y con cuidado nos asomábamos a la ventana, refugiándonos en la oscuridad de la noche para que no nos vean en camisón...
Cuando comenzaban la tercera o cuarta interpretación, todas dedicadas a las hermanas mayores, papá ya estaba en su salsa, y para demostrar su agradecimiento a quienes nos alegraban la noche de manera gratuita y “desinteresada”, …
lunes, 20 de abril de 2009
...Este libro, este pájaro, posó hoy su vuelo entre nosotros trayendo en su pico retazos de vida, vivencias de un ayer que marcó el accionar de su autora al evocar su pasado, descorrer el velo que lo cubre y en alas del recuerdo, desglosar cada uno de esos momentos cargados de emotividad que signaron su vida.
Cada una de sus páginas son trocitos de vivencias, de recuerdos que anidan en su interior y como pájaros con sus alas desplegadas, abandonan el nido y surcan el cielo de los sentimientos más preciados, para permitirnos evocar un mundo que también puede ser nuestro.
Buscando las huellas de su pueblo, hizo que desfilen en recuerdos, lugares y acciones que también nos pertenecen y afloren desde lo más profundo de nuestro ser; aquí están sus travesuras de niña, las costumbres típicas de entonces que hoy han quedado postergadas en el tiempo, aunque algunas de ellas han perdurado en nuestras familias.
Eran otros tiempos, otras urgencias, pero los mismos sueños...
Profesora Amalia Zapata de Zaragoza
Máquina del tiempo...
Gracias a la autora y con la agradable sorpresa de ver con que tesonera voluntad ...ha sabido volcar sus más caros recuerdos para universalizarlos sin egoísmo alguno, nos acercamos al conocimiento general como fruto de sus mejores y más bellas evocaciones...
Porque esta historia comenzó a plasmarse cuando muy niña, porque supo andar descalza gozando en las cunetas con el barro que se escapaba entre los dedos de sus pies; porque se alegró con la llegada de cada tren; porque se fascinó viendo los barriletes zurcando el cielo; porque supo lo que era despertarse con el canto del gallo del gallinero propio o del vecino;...
Amigos: tienen ustedes la hermosa posibilidad de internarse en la máquina del tiempo para revivir instancias que se quedaron atesoradas entre los pliegues de vuestra memoria ... Periodista Luis María Serroels
La nieta del mecánico de la esquina, Anita, vino a buscarme trayendo dos bastones hechos con gajos de paraíso con los que nos ayudaríamos en nuestra aventurada caminata. Son los mejores decía, mientras hacía una seña agitando su mano derecha para apurarme. Como no podía salir sin avisar, busqué a mamá por toda la casa.
Pensé que había ido a lo de Olga, una señora enfermera que vivía a tres cuadras de casa, cruzando el “campito” de la Iglesia. Se trataba de una canchita de fútbol donde los chicos del barrio jugaban por las tardes. Por suerte yo era mayor, tenía un año más que mi amiga, ella sólo tenía cuatro años.
Y fuimos a buscarla, descalzas por la cuneta. Llegamos fácil, ... siempre “chapaleando” barro. Como no estaba allí, decidimos cruzar a la vieja casa del abuelo Juan, donde mis tías Mecha y Marta nos recibieron como “visitas”. A mi me gustaba cuando me trataban como una visita, me convidaban con torta casera y me escuchaban atentamente, mientras yo contaba todo, pero todo, de mi casa. Lo que se podía contar, y lo que no también. Era lindo sentirse tan importante.
Pronto llegó la noche, y las tías, que recién entendieron que andábamos sin aviso, nos llevaron rápido, casi sin tocar el suelo, de vuelta a casa. Anita, mi compañera de aventura, me miraba de reojo, es que al igual que yo presentía una tormenta, esta vez sin lluvia.
En casa había muchos vecinos preocupados, esas cosas de la gente grande. En realidad, todos temían al aljibe del fondo, oscuro y lleno de agua.
Recuerdo el abrazo y las lágrimas de mamá, ... ya no la paliza.
domingo, 19 de abril de 2009
La calle de tierra, más tarde supe que se llamaba Catamarca, era lo único que me separaba de esos vecinos y a ella cruzaba todas las tardes, después de la leche, arrastrando una pequeña silla de madera y mimbre. Don Federico había fallecido cuando era joven debido a la mordedura de un perro que era guardián de su molino y al que habían envenenado.
Su esposa, doña Alejandra, quería mucho a mi familia y era una especie de abuela nuestra. Además, uno de sus hijos varones, Nicolás, se casó con una hermana de mi papá, pasando a ser parte de mi familia.
Elena, que ya era grande, cuando mamá no podía hacerlo, solía acompañar a mis hermanos mayores a ver las obras de las compañías de radio teatro que cada tanto llegaban a pueblo. Ella tenía guardada como recuerdo de su niñez una muñeca hermosa, y verla justificaba mi travesía de todas las tardes. Hoy, a la distancia, pienso que es posible que su origen haya sido europeo. Me deslumbraba porque tenía mi tamaño y aunque lucía inalcanzable sobre la heladera a kerosene, su boquita entreabierta por la que asomaban blancos y parejos dientes, parecía sonreír cada vez que me veía. Completando mi asombro, sus ojitos se abrían y cerraban luciendo larguísimas y onduladas pestañas. Casi siempre iba acompañada de mi hermano Hugo, quien para no inquietar a mamá avisaba con un tranquilizador “...voy a lo de Engo y mengo”
El ritual se repetía en cada visita. Hugo se entretenía inventando mil juegos en el amplio patio y a mi me sentaban en la cocina, o bajo la sombra generosa de un árbol inmenso y ponían sobre mi falda –con mucho cuidado porque era de porcelana- a la muñeca vestida con un largo y almidonado vestido blanco, cuyos detalles recuerdo todavía.
A estos queridos vecinos, cuando nos fuimos a la casa nueva, ubicada en calle 3 de febrero, los extrañamos mucho. Aún hoy, Elena y mamá mantienen esa linda amistad.
En mi nuevo barrio conocí a doña Clara y a don José Gramundi, quienes además de una carpintería, tenían un pequeño almacén, el que si bien no llegaba a ser el clásico almacén de “Ramos Generales”, tenía un surtido muy importante de mercadería. Sobre el mostrador lucía para la venta, junto a una gran cuchara de madera, un inmenso tarro de cartón repleto del más rico dulce de leche que recuerdo haber comido, del que comprábamos en pequeñas cantidades, para lo cual debíamos llevar siempre una taza.
Recordar esos vecinos trae hasta mi un singular aroma a glicinas, ya que sus flores asomaban desde su jardín y caían arracimadas sobre nuestro tapial. Vivió mucho tiempo con ellos su nieta Silvia Francisconi, quien fue una entrañable amiga con quien compartí muchas cosas durante mi niñez y adolescencia. Desde hace muchos años vive en Córdoba, por lo que no la frecuento, aunque seguimos sintiéndonos amigas.
Me gustaba ir a visitar a doña Clara, porque ella como buena abuela, se tomaba su tiempo para hablar con los chicos, y me hacía sentir que era su visita, a pesar de mi corta edad, por lo que para mantener su atención le contaba todo de todos. Una tarde de esas, sentada sobre una alta silla de mimbre hablaba de mis dos hermanas mayores, de las últimas diabluras de Hugo, de los ceniceros con forma de herraduras y cabezas de caballos que había fabricado Lalo en la escuela Industrial, y del nuevo talco pédico que había comprado mamá, con el que había terminado por fin “con el olor a pata” de las zapatillas de mis hermanos.
La charla estaba tan interesante que no podía perder tiempo, por lo que seguí parloteando hasta que un líquido caliente humedeció mis ropas e inundó el mimbre de la silla. Mi interlocutora no se había dado cuenta, por lo que decidí permanecer quieta. No pasó mucho tiempo hasta que una inesperada e inoportuna lluvia cayó debajo de la silla y nos sorprendió a las dos, la que nada tenía que ver con el cielo despejado de nubes que asomaba por la ventana.
Con los cachetes encendidos, según cuentan, di un salto para bajarme rápido de la silla y me despedí de la dueña de casa con un apurado “me voy”, dejando un charco que me delataba justo en el medio de su comedor.
Hoy las cosas han cambiado, y la vida transcurre más apurada e indiferente entre los vecinos. Pero en esa época en la que las puertas no tenían llaves y casi siempre estaban abiertas, en la que los celulares no existían y eran muy pocos los teléfonos, los vecinos cumplían una función muy importante en la vida de la gente ya que formaban parte de ella y compartían las alegrías y las tristezas cotidianas. Según decía mamá “¡...son los primeros que están a tu lado cuando los necesitas, ... son los primeros en llegar”...!
jueves, 16 de abril de 2009
miércoles, 15 de abril de 2009
Habían sido más de treinta aquellas navidades, de esas que se esperan, que se sueñan. Nada quedaba sin ser programado, el arreglo de la mesa, la comida, los adornos en las paredes, las más de cincuenta almas rodeando la larga mesa preparada para la ocasión. Pero lo más esperado, era el pesebre viviente que año tras año poníamos en escena, siempre acompañado por un coro que no sabía bien la letra de las canciones navideñas…
lunes, 13 de abril de 2009
miércoles, 8 de abril de 2009
Recuerdo que un día estando con Silvia sentadas en el tronco caído al frente de casa, las vimos pasar y decidí pedirle a los Reyes Magos un muñeco así. Yo sabía que tenía buena onda con los Reyes, tanto que una vez el Negrito Baltasar me había mandado una carta, con la marca como sello de una pata de camello…
Esa noche, como siempre lo hacíamos, dejé junto al pesebre agua y pasto para los camellos y un vaso de vino para los Reyes…
...Hace un par de años, la ahora tía Amalia, se acercó a mamá cumpliendo una promesa que le hizo a su padre antes de su muerte. Llevaba consigo una reveladora poesía donde sintetizaba sus sentimientos y se refería al vínculo de ambas, al que gracias a su condición de poeta, definía con la acertada expresión “ramas de un mismo tronco”. Ese acercamiento permitió que mamá, definitivamente, abriera el cofre de su corazón donde guardaba bajo siete llaves el secreto de su historia...
lunes, 6 de abril de 2009
Un cartero en apuros
En el pueblo todos lo queríamos, pero nada hacía pensar que ese hombre- niño sufría por amor. Por sus pasos exagerados, que lo hacían llegar rápido a todas partes, recibió el apodo de “Pataleo”, aunque su verdadero nombre era Rogelio, …Rogelio Salas.
…En escasos minutos podía recorrer el pueblo entero, por lo que no nos sorprendía encontrarlo cumpliendo distintas actividades, casi al mismo tiempo. Tanto es así que hasta era el encargado de hacer sonar las campanas de
domingo, 5 de abril de 2009
La cigüeña
Los niños de mi época teníamos muchas preguntas sin respuesta. Eso era normal, ya que casi no había diálogo o era muy poco lo que podíamos preguntar. Son cosas de grandes, nos decían, y eso era suficiente para terminar con cualquier interrogante…
En Viale, todos los nacimientos o casi todos, fueron asistidos por parteras. Había dos muy conocidas, la señora de Riffel y Juanita Pizul. En realidad, a mi, al igual que a todos los niños, nos hablaban de la visita de la cigüeña, a la que imaginaba como la dibujaban los libros y revistas de entonces. Un ave muy grande con un pañuelo que colgaba de su largo pico, donde viajaba el bebé recién nacido que llegaba a la casa elegida, …
martes, 31 de marzo de 2009
Dormir la siesta o jugar sin hacer ruido era la consigna. Pero esa tarde, con mis catorce años recién cumplidos, tenía que ser distinta. La chatita Ford A, de color rojo, con volante grande, y estribo a cada lado, segundo vehículo familiar después del camión Morris Comercial, estaba estacionada frente al galpón, justo mirando a la vereda.
Nadie me había enseñado a manejar, pero siempre miraba a mi papá y mis hermanos y parecía cosa fácil. No había mucho tiempo, por lo que esa tarde de verano invité a pasear a Silvia, mi amiga de toda la vida y a mis hermanas menores Any y Vivy. A esta última, como era un poco angosto el asiento, la ubicamos en la parte trasera. Ella, para demostrar que obedecía al pie de la letra nuestras recomendaciones y tal vez con un poco de miedo a que nos arrepintiéramos, subió presurosa y con sus pequeñas manos –sólo tenía cuatro años- se apretó fuertemente a la baranda, sonrojando sus mejillas y regalándonos una sonrisa llena de perlas, en señal de “ya está”.
Con la tripulación ubicada, había que apurarse, porque con el final de la siesta, llegaba el final de nuestra aventura. Por suerte con la llave ya puesta nuestro vehículo arrancó rápido, y salimos, un poco a los saltos para mi gusto. No sabía frenar, y sólo podía ir para adelante. Todo bien, pero demasiado rápido, muy rápido, ...rapidísimo.
Más tarde supe que estaba “cebada”, ya que esos autos tenían junto al volante, un cebador, que era algo así como un “acelerador de mano”.
Quería impresionar, pero la velocidad comenzó a asustarme, en especial cuando pasábamos por las pronunciadas cunetas de las calles de tierra. A esa hora de la solapa, lo único que veíamos abierto era el taller mecánico de la vuelta, donde por casualidad uno de los hermanos Grinóvero se encontraba trabajando. Comenzamos a pasar por allí, dando vueltas a la manzana, cada vez más fuerte, gritando “Rosendo”, “Rosendo”, hasta que afortunadamente nos escuchó.
Nuestro héroe nos esperó en la vuelta siguiente, y subió al estribo con la chatita en marcha. El susto era ya muy grande, mis acompañantes estaban mudas y pálidas. “La Rusita”, así le decíamos a Viviana, nos miraba con su nariz pegada al vidrio, tratando de entender que estaba pasando. Rosendo se apuró a sacar la llave del contacto y de inmediato la chatita Fórmula 1 se paró.
Han pasado muchos años pero siempre recuerdo mi inicio en el mundo de los tuercas. Debo confesar que hoy manejo un poco mejor, y ya aprendí a usar el freno. Tal vez porque presienta que no siempre encontraré un Rosendo en mi camino.