La siesta tenía mucha magia, porque durante esas poquitas horas de la tarde, los chicos jugábamos libremente en los fondos de las casas o en la calle. Por lo general los varones se reunían en las esquinas para algún campeonato de bolitas, o en la canchita de la Iglesia o en algún baldío, para jugar a la pelota. A veces, no eran tan buenos, y salían con sus gomeras a cometer un “pajaricidio” en algún nido.
Las niñas, usando pocos juguetes y mucha imaginación, jugábamos a la visita, a la mamá, a la peluquera, a la farmacia o al almacenero, para lo cual toda botella, tarro, palos de escoba, calabazas y trapos se convertían en remedios, vinos, perfumes, ollas, secadores de pelos, muñecas y sus vestidos.
Pero había alguien que cada tanto se encargaba de arruinarnos la fiesta. Esa era la Solapa. Para quienes no la conocieron y también para los que ya la olvidaron, les cuento que esa señora, tal como lo decía Santos Tala, a quien años más tarde tuve oportunidad de conocer, andaba toda vestida de blanco con un sombrero grandote, y aparecía justo a la hora de la siesta, siempre anunciada por el canto de la paloma. No se porqué razón, pero cuentan que algunas veces, la vieron que vestía de negro.
Según la chamarrita de ese conocido payador, la solapa nos quería asustar porque teníamos los mismos gustos, a ella también le gustaba el pisingallo, ese frutito blanco con forma de uva alargada, que encontrábamos en las enredaderas silvestres que se prendían en los alambrados. Además porque a ella no le gustaba que a la siesta, los “gurises cuatreros” anduvieran revisando los niditos. Lamentablemente contaba con la complicidad de los mayores.
Era suficiente que escucháramos el huu... huu, que cantaba a la siesta la paloma o ver pasar algo blanco parecido a una sábana y algún sombrero aludo moviéndose detrás de una pila de ladrillos o de los matorrales, para que “se armara el desparramo de gurises”, y corriéramos cada uno a su casa, atravesando de un salto los alambrados que separaban los patios linderos, ya que casi no había tapiales. Así corríamos, sin respiro, por los zaguanes y galerías hasta llegar a la seguridad de nuestra trinchera, la cama, adonde con el corazón saltando en nuestro pecho, nos metíamos tapándonos hasta la nariz, no precisamente para dormir la siesta, sino para poder espiar o imaginar los movimientos de nuestra enemiga...
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