Tal vez su condición de hermano mayor hizo que el tío Miguel aprendiera algo de francés, el idioma que hablaban sus abuelos en la intimidad del hogar cuando vinieron de su lejana Suiza natal. Así fue que una tarde de verano, me enseñó a rezar en ese dulce idioma. Sólo recuerdo el Ave María, oración a la que repito como un loro, porque no se nada de francés.
Y posiblemente fue esa oración, pero en castellano, la que rezamos junto a su cama aquella noche cuando el tío nos dejó después de padecer una penosa enfermedad. Me recuerdo junto a él, junto a su mesa de luz, seguramente porque los mayores no se dieron cuenta de mi presencia. En realidad, no tenía muy claro lo que estaba sucediendo, ya que gracias a Dios la muerte era algo abstracto y lejano para mi. De ella algo sabía a través del catecismo y del fallecimiento de mi abuelo, cuando sólo tenía cinco años.
Los velorios son tristes. En días de lluvia, más tristes aún, pero si a eso le agregamos que es en el campo, el panorama es desolador.
Acompañando al tío en sus últimos días, muchos de los familiares se habían instalado en la casa del campo del abuelo Juan, a la que se llega aún hoy por el camino viejo a Seguí.
Como en todos los velorios de esa época, confirmada la muerte, los hombres en silencio corrieron los muebles del lugar elegido y se fueron a organizar un asado en el patio del fondo, para dar de comer a toda la gente que ya estaba y la que poco a poco iría llegando, al enterarse de lo ocurrido en nuestra familia.
Las tías y mamá colocaron todas las sillas junto a la pared y nos mandaron a los chicos afuera. En presencia de tantos primos, se nos mezclaban los sentimientos y por momentos nos parecía que estábamos de fiesta. Más tarde, todos nos sentamos por largas horas en la galería, aguardando la llegada de los aparatosos elementos de la funeraria.
Los grandes pasaron la “mala noche”, se llamaba así a la noche en que los parientes y amigos acompañan al fallecido. Al otro día, nos levantaron temprano porque debíamos viajar rumbo al cementerio de Viale.
La lluvia, que no paró en toda la noche, había dejado los caminos intransitables. Pero, como el traslado era impostergable, se decidió emprender el recorrido de cualquier forma y en los vehículos disponibles. Así fue que algunos subieron a los carros tirados por uno o dos caballos, otros a los autos con cadenas en sus ruedas, y mis hermanos y yo viajaríamos con papá y mamá en el camión, el que a su vez llevaba un acoplado cargado de gente.
Mi hermano Hugo, aún adolescente, manejaría el tractor Fiat color naranja que afortunadamente quedó en la familia, al que le llamaban “vaso de agua”, porque –decía orgulloso mi padre- no se le niega a nadie.
Como el barro era mucho, avanzábamos lentamente, todos formando una larga caravana. Era común ver autos atravesados en una alcantarilla o caídos en una pronunciada cuneta, los que por turno eran asistidos por mi hermano y su tractor, quien se desplazaba continuamente para seguir de cerca al variado acompañamiento.
En medio de tanto desorden y tristeza, ya en el último tramo del camino, el tractor llevaba atados con una gruesa cadena, al camión de papá, el que a su vez llevaba atado al camión de la familia Donda, para facilitar el avance de ambos vehículos. El ruido de los motores impidió que Hugo escuchara al tren que avanzaba a alta velocidad. El tractor alcanzó a subir el pronunciado terraplén donde pasaban las vías, y fue recién en ese momento cuando advirtió que se acercaba la máquina. Sorprendido sólo atinó a avanzar, y lo hizo de una manera tan brusca, que se cortó la cadena y quedaron de un lado el tractor y del otro lado, los dos camiones cargados de gente, casi sin aliento..
Este hecho -que pudo terminar en tragedia- es recordado en mi familia y aún hoy nos estremece, tal vez porque la Virgen, a la que aprendí a rezarle en confuso francés, venía junto a nosotros, y ese día nos regaló un milagro.
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