Esa mañana se despidió como siempre lo hacía, antes de emprender un nuevo viaje, esta vez rumbo a Corrientes. Su camión formaría parte de una larga caravana, junto a otros como el de Alfredo y Carlitos Aimone, Raúl y Arturo Grinóvero y Lorenzo Trocello, quienes harían el mismo recorrido. Iban a trabajar en el transporte de maderas en distintos obrajes de esa provincia del norte, y también a buscar leña para venderla a la fábrica “Nestlé” de Nogoyá.
Era temprano cuando salió a la puerta acompañado de mamá, quien cargaba un bolso donde le había puesto algunas “mudas” y algo de comida para el viaje de ida.
Ella, con sus treinta y tres años, lo quedó mirando hasta que el camión se perdió en la angosta callecita de tierra, rumbo a la casa de Don Ochoa, quien lo acompañaría en su larga travesía. Seguramente esta vez, también traería leña y un poco de carbón para que mamá vendiera al menudeo, en el fondo de casa. “Con eso tenemos para la comida diaria” contaba orgullosa sentada en el patio recién regado, porque era de tierra, de su vecina doña Alejandra Kocherengo.
Después de mirar a su hombre partir, suspiró hondo y sin pronunciar palabra, se puso el delantal y se apuró a levantar a mis hermanos mayores, para que no llegaran tarde a la Escuela Nº 60. Yo todavía no iba porque sólo tenía dos años, así que los observaba desde mi escasa altura. Les sirvió un desayuno de leche caliente y pan fresco y los despidió con un beso, en la esquina, como lo hacía todas las mañanas.
Habían pasado demasiados días, con sus largas noches, sin que recibiera alguna noticia que le dijera que todo andaba bien. Era ya tarde cuando golpearon a la puerta que daba a la galería. Mamá saltó de su cama y corrió a la puerta, sintiendo que su corazón dejaba de latir por un instante. “No se asuste Dorita, pero a Cándido se lo llevaron los militares”, dijo el Negro Leguizamón, tratando de hablar despacio para no asustarla. Esa era la primer noticia que recibía después de su partida, y consideraba necesario confirmarla. Nos vistió a todos, callada, como es ella, y cargando conmigo en brazos fuimos caminando por el medio de la calle. “Es más seguro...”, decía mamá, “las veredas están llenas de yuyos y puede haber algún bicho escondido”.
Así llegamos a la casa de don Modesto Grinóvero, el papá de Arturo y Raúl, quienes también formaban parte del grupo de camioneros. El hombre mayor, tratando de tranquilizarla, le dijo que sí, pero que se quedara tranquila, que iba a estar todo bien, y la llamó a Amalia, su esposa, para contarle sobre lo sucedido. No se lo había dicho todavía para no preocuparla.
Un poco mareada por la situación, nos juntó a los cinco y decidió emprender el regreso. La noche estaba demasiado oscura, había poca luna y no pudo ver que cerca del portón había unas tablas con tornillos que en su caída, se incrustaron justo en una de sus rodillas. Con esa herida abierta, caminó sin quejarse para no asustarnos, rumbo a casa. Cuando llegó, buscó una palangana con agua tibia y un poco de alcohol para evitar una infección, mientras pensaba a quien recurrir para saber algo más. En Viale había pocos teléfonos, y con ese dolor tan fuerte en su pierna y con los chicos tan pequeños, no era conveniente moverse esa noche. Mañana tal vez, pensaba, una “conferencia” a Paraná, así se les le decía a las llamadas de larga distancia, a su sobrina Elicia Zabala, podría aclarar un poco las cosas.
Era septiembre, los días más cálidos marcaban la proximidad de la primavera del año 1955. Esa tarde de domingo, mientras aguardaban que en el obraje pudieran entregarle la leña, nuestros camioneros decidieron ir a pescar a un arroyo cercano. La tranquilidad del lugar invitaba a una siesta debajo de los árboles, después del asado. La sorpresiva y ruidosa llegada de hombres uniformados interrumpieron esos planes al aire libre. Uno de ellos preguntó en voz alta de quien eran los camiones que estaban estacionados junto al arroyo. Les propuso que los manejaran ellos, o de lo contrario se los llevarían para cargarlos con soldados.
En el país se estaba gestando la revolución militar con apoyo en Curuzú Cuatía, autodenominada “Revolución Libertadora”. Juntaron sus cosas y después de mirarse sin pronunciar palabra, decidieron no desprenderse de sus camiones y manejarlos hasta el destino que los militares les asignaran. Papá no estaba dispuesto a perder su capital, lo había comprado con mucho esfuerzo. Sentía que estaba en peligro y no sabía como ni cuando terminaría esta odisea.
Después de nueve días, llegó la noticia esperada gracias a averiguaciones del marido de Elicia. Los camioneros estaban bien, habían sido traídos hasta Paraná cargando soldados y papá servía comida en los cuarteles.
A su regreso, una luna llena iluminaba el patio, y se metía curiosa por la ventana del comedor. La calma reinaba en toda la casa, y en la cocina, el cuadro de rústica madera y color a humo sabiamente rezaba “Donde existe el amor, reina la felicidad”. El camión de la aventura ya estaba guardado en el galpón y en la radio se escuchaba al periodista uruguayo de Radio Colonia que con su voz característica hablaba del reciente bombardeo a la Casa de Gobierno en Buenos Aires, y de la consecuente caída del entonces Presidente de Argentina, General Juan Domingo Perón.
Cenamos en silencio, y luego, cobijados por un profundo afecto, rodeamos a papá para escuchar, a la luz del farol, el relato de su último viaje.
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