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Aquí estoy, ...pisando fuerte!!

Aquí estoy, ...pisando fuerte!!
(no se asusten, es sólo un sueño atrevido)

Me gustaría poder compartir con ustedes éstos, ... mis mejores poemas...!

...acercaré la silla de mimbre que traje de otros tiempos y leeré mis historias ...

domingo, 19 de abril de 2009

Un viejo galpón con planta alta era mudo testigo de lo que había sido el primer molino harinero de Viale. Según decían, el molino fue inaugurado a comienzos del siglo XX por don Federico Kocherengo, quien eligió estas tierras para radicarse después de haber huido de su convulsionada Rusia natal. Para ello importó desde Suiza dos piedras grandes, redondas y aplanadas para moler el cereal. A una de esas piedras, se la trasladó, nadie sabe por qué, hasta la vereda de la entrada principal de la casa de su familia. Cuando yo sólo contaba con dos años, los mayores me subían para que, utilizándola como un escenario, les recitara versos interminables. Actualmente, esa piedra ha sido colocada en una plaza de Viale, con una placa puesta en memoria de ese gran hombre.
La calle de tierra, más tarde supe que se llamaba Catamarca, era lo único que me separaba de esos vecinos y a ella cruzaba todas las tardes, después de la leche, arrastrando una pequeña silla de madera y mimbre. Don Federico había fallecido cuando era joven debido a la mordedura de un perro que era guardián de su molino y al que habían envenenado.
Su esposa, doña Alejandra, quería mucho a mi familia y era una especie de abuela nuestra. Además, uno de sus hijos varones, Nicolás, se casó con una hermana de mi papá, pasando a ser parte de mi familia.
Elena, que ya era grande, cuando mamá no podía hacerlo, solía acompañar a mis hermanos mayores a ver las obras de las compañías de radio teatro que cada tanto llegaban a pueblo. Ella tenía guardada como recuerdo de su niñez una muñeca hermosa, y verla justificaba mi travesía de todas las tardes. Hoy, a la distancia, pienso que es posible que su origen haya sido europeo. Me deslumbraba porque tenía mi tamaño y aunque lucía inalcanzable sobre la heladera a kerosene, su boquita entreabierta por la que asomaban blancos y parejos dientes, parecía sonreír cada vez que me veía. Completando mi asombro, sus ojitos se abrían y cerraban luciendo larguísimas y onduladas pestañas. Casi siempre iba acompañada de mi hermano Hugo, quien para no inquietar a mamá avisaba con un tranquilizador “...voy a lo de Engo y mengo”
El ritual se repetía en cada visita. Hugo se entretenía inventando mil juegos en el amplio patio y a mi me sentaban en la cocina, o bajo la sombra generosa de un árbol inmenso y ponían sobre mi falda –con mucho cuidado porque era de porcelana- a la muñeca vestida con un largo y almidonado vestido blanco, cuyos detalles recuerdo todavía.
A estos queridos vecinos, cuando nos fuimos a la casa nueva, ubicada en calle 3 de febrero, los extrañamos mucho. Aún hoy, Elena y mamá mantienen esa linda amistad.
En mi nuevo barrio conocí a doña Clara y a don José Gramundi, quienes además de una carpintería, tenían un pequeño almacén, el que si bien no llegaba a ser el clásico almacén de “Ramos Generales”, tenía un surtido muy importante de mercadería. Sobre el mostrador lucía para la venta, junto a una gran cuchara de madera, un inmenso tarro de cartón repleto del más rico dulce de leche que recuerdo haber comido, del que comprábamos en pequeñas cantidades, para lo cual debíamos llevar siempre una taza.
Recordar esos vecinos trae hasta mi un singular aroma a glicinas, ya que sus flores asomaban desde su jardín y caían arracimadas sobre nuestro tapial. Vivió mucho tiempo con ellos su nieta Silvia Francisconi, quien fue una entrañable amiga con quien compartí muchas cosas durante mi niñez y adolescencia. Desde hace muchos años vive en Córdoba, por lo que no la frecuento, aunque seguimos sintiéndonos amigas.
Me gustaba ir a visitar a doña Clara, porque ella como buena abuela, se tomaba su tiempo para hablar con los chicos, y me hacía sentir que era su visita, a pesar de mi corta edad, por lo que para mantener su atención le contaba todo de todos. Una tarde de esas, sentada sobre una alta silla de mimbre hablaba de mis dos hermanas mayores, de las últimas diabluras de Hugo, de los ceniceros con forma de herraduras y cabezas de caballos que había fabricado Lalo en la escuela Industrial, y del nuevo talco pédico que había comprado mamá, con el que había terminado por fin “con el olor a pata” de las zapatillas de mis hermanos.
La charla estaba tan interesante que no podía perder tiempo, por lo que seguí parloteando hasta que un líquido caliente humedeció mis ropas e inundó el mimbre de la silla. Mi interlocutora no se había dado cuenta, por lo que decidí permanecer quieta. No pasó mucho tiempo hasta que una inesperada e inoportuna lluvia cayó debajo de la silla y nos sorprendió a las dos, la que nada tenía que ver con el cielo despejado de nubes que asomaba por la ventana.
Con los cachetes encendidos, según cuentan, di un salto para bajarme rápido de la silla y me despedí de la dueña de casa con un apurado “me voy”, dejando un charco que me delataba justo en el medio de su comedor.
Hoy las cosas han cambiado, y la vida transcurre más apurada e indiferente entre los vecinos. Pero en esa época en la que las puertas no tenían llaves y casi siempre estaban abiertas, en la que los celulares no existían y eran muy pocos los teléfonos, los vecinos cumplían una función muy importante en la vida de la gente ya que formaban parte de ella y compartían las alegrías y las tristezas cotidianas. Según decía mamá “¡...son los primeros que están a tu lado cuando los necesitas, ... son los primeros en llegar”...!

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