Dormir la siesta o jugar sin hacer ruido era la consigna. Pero esa tarde, con mis catorce años recién cumplidos, tenía que ser distinta. La chatita Ford A, de color rojo, con volante grande, y estribo a cada lado, segundo vehículo familiar después del camión Morris Comercial, estaba estacionada frente al galpón, justo mirando a la vereda.
Nadie me había enseñado a manejar, pero siempre miraba a mi papá y mis hermanos y parecía cosa fácil. No había mucho tiempo, por lo que esa tarde de verano invité a pasear a Silvia, mi amiga de toda la vida y a mis hermanas menores Any y Vivy. A esta última, como era un poco angosto el asiento, la ubicamos en la parte trasera. Ella, para demostrar que obedecía al pie de la letra nuestras recomendaciones y tal vez con un poco de miedo a que nos arrepintiéramos, subió presurosa y con sus pequeñas manos –sólo tenía cuatro años- se apretó fuertemente a la baranda, sonrojando sus mejillas y regalándonos una sonrisa llena de perlas, en señal de “ya está”.
Con la tripulación ubicada, había que apurarse, porque con el final de la siesta, llegaba el final de nuestra aventura. Por suerte con la llave ya puesta nuestro vehículo arrancó rápido, y salimos, un poco a los saltos para mi gusto. No sabía frenar, y sólo podía ir para adelante. Todo bien, pero demasiado rápido, muy rápido, ...rapidísimo.
Más tarde supe que estaba “cebada”, ya que esos autos tenían junto al volante, un cebador, que era algo así como un “acelerador de mano”.
Quería impresionar, pero la velocidad comenzó a asustarme, en especial cuando pasábamos por las pronunciadas cunetas de las calles de tierra. A esa hora de la solapa, lo único que veíamos abierto era el taller mecánico de la vuelta, donde por casualidad uno de los hermanos Grinóvero se encontraba trabajando. Comenzamos a pasar por allí, dando vueltas a la manzana, cada vez más fuerte, gritando “Rosendo”, “Rosendo”, hasta que afortunadamente nos escuchó.
Nuestro héroe nos esperó en la vuelta siguiente, y subió al estribo con la chatita en marcha. El susto era ya muy grande, mis acompañantes estaban mudas y pálidas. “La Rusita”, así le decíamos a Viviana, nos miraba con su nariz pegada al vidrio, tratando de entender que estaba pasando. Rosendo se apuró a sacar la llave del contacto y de inmediato la chatita Fórmula 1 se paró.
Han pasado muchos años pero siempre recuerdo mi inicio en el mundo de los tuercas. Debo confesar que hoy manejo un poco mejor, y ya aprendí a usar el freno. Tal vez porque presienta que no siempre encontraré un Rosendo en mi camino.
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