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Aquí estoy, ...pisando fuerte!!

Aquí estoy, ...pisando fuerte!!
(no se asusten, es sólo un sueño atrevido)

Me gustaría poder compartir con ustedes éstos, ... mis mejores poemas...!

...acercaré la silla de mimbre que traje de otros tiempos y leeré mis historias ...

lunes, 8 de junio de 2009

Tenía doce años cuando junto a mis hermanos, mamá y papá, fuimos a pasar unos días a la “María Teresa”, la parte del campo que heredó papá del abuelo Juan.
Sólo quedaba del casco una hermosa entrada llena de árboles, un viejo molino, los corrales y un galpón, por lo que papá para poder quedarse en tiempos de siembra o cosecha, o para pasear durante las vacaciones con nosotros, construyó una casita de paredes asentadas en barro y techo de paja. Recuerdo de ella que tenía un ambiente único, muy grande, con un grueso palo central en el medio, que hacía de sostén a todo el techo. Allí estaban las camas, y una gran mesa con hule floreado, donde no faltaba el pan casero o las tortas fritas en los días de lluvia.
En la cocina se destacaba un fogón, que era el lugar de reunión a la hora del mate, oportuno momento para escuchar el cuento sin final de papá, él que nos hacía estar atentos, tal vez esperando que un día termine.
Ese cuento merece un párrafo aparte ya que forma parte de la tradición familiar y aún hoy lo escuchan de boca de los mayores, sus nietos y bisnietos. Dice así: “había una vez un pato, que atrás de una pata andaba, por ver si la chamullaba, se puso a esperar un rato, y al rato llegó otro pato, que atrás de la pata andaba, por ver si la chamullaba, ...”.
También se comentaba en la cocina la falta de agua para el maíz, o el nacimiento del nuevo ternero, o nuestras últimas travesuras.
Justamente de eso se trata. Era la hora de la siesta, una buena hora para una nueva aventura, cuando con un poco de esfuerzo llevé al caballo blanco cerca del alambrado para hacer más fácil la subida. La intención era dar un paseo con mis hermanas menores, Ana María y Viviana.
Las tres, una apretada a la otra, montamos en el caballo que afortunadamente había quedado ensillado a la sombra del paraíso, muy cerca de la batea.
Si bien mi intención era pasear por los angostos caminitos del campo, fue el caballo quien decidió el recorrido, y no pasó mucho tiempo para que se internara en el maizal.
Su sorpresivo galope y mi inexperiencia hacían que en cada salto fuéramos perdiendo nuestro lugar en la montura, así que después de un corto trayecto, “la rusita”, como le decíamos a Viviana, que sólo tenía dos añitos, comenzó a deslizarse por la sudada panza del animal. Any, prendida fuertemente a ella, también hacía ese redondo recorrido, hasta que las tres, caímos sobre el duro sembrado. Si bien el pobre bicho antes de salir asustado en su loca carrera, nos rozó con sus patas un poquito, no fue mucho lo que nos hizo.
Después de consolar a Viviana para que no llorara, volvimos las tres de la mano sin hacer ruido, casi en puntas de pie, porque no era conveniente contar con demasiados testigos. Despertamos a mamá, quien en cómplice silencio nos limpió los raspones, haciéndonos prometer el “nunca más” que se acostumbra en estos casos. Más tarde vino la leche en taza grande, con pan adentro cortado chiquito y nos olvidamos de todo.

1 comentario:

  1. Hermoso!!!.cuantos recuerdos. Cuanta nostalgia.GRACIAS...FELUZ DIA

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