Cómo hiciste, papá?
Para tener la inocencia de los niños, viviendo como adulto;
para que seamos afortunados, si no tenías fortuna;
para poder trascender, si eras tan sencillo.
Cómo hiciste, papá?
Para hacernos reír, con locas ocurrencias;
para enseñarnos tanto, con sólo tercer grado;
para que hablen de vos, aún sin conocerte.
Cómo hiciste, papá?
Para que aún sorprendas, sin estar en la tierra;
para estar con nosotros, si pasaron seis años;
para ser como eres, y no decir que fuiste.
Cómo hiciste, papá, para desde el corazón y los ojos de mamá,…
seguir estando vivo.
Huellas de mi pueblo y sus siestas con Solapa. Libro, relatos, poesía, historias de Viale, Entre Ríos, Familia Bovier. Estela Bovier de Haenggi
Aquí estoy, ...pisando fuerte!!
...acercaré la silla de mimbre que traje de otros tiempos y leeré mis historias ...
miércoles, 27 de mayo de 2009
lunes, 18 de mayo de 2009
Si para descubrir alguna travesura
o encontrar un secreto guarecido en el tiempo,
caminas por tu pueblo a la hora de la siesta,
tal vez no veas niños corriendo en los baldíos,
ellos están adentro,
jugando entretenidos.
No saben, no le temen, pero cuentan algunos,
que han visto a la Solapa llegada de otro tiempo
que asoma a los tapiales,
y espía desde el fondo,
... agazapada.
Inútil se atrinchera muy cerca de La Loma,
debajo de los puentes, detrás de los galpones.
Quizás para adueñarse otra vez de la siesta,
o sólo anda buscando
a los niños que fuimos.
Si no nos ha encontrado,
salgamos a cumplir los sueños postergados.
Dejemos que se queden los miedos,
… escondidos.
o encontrar un secreto guarecido en el tiempo,
caminas por tu pueblo a la hora de la siesta,
tal vez no veas niños corriendo en los baldíos,
ellos están adentro,
jugando entretenidos.
No saben, no le temen, pero cuentan algunos,
que han visto a la Solapa llegada de otro tiempo
que asoma a los tapiales,
y espía desde el fondo,
... agazapada.
Inútil se atrinchera muy cerca de La Loma,
debajo de los puentes, detrás de los galpones.
Quizás para adueñarse otra vez de la siesta,
o sólo anda buscando
a los niños que fuimos.
Si no nos ha encontrado,
salgamos a cumplir los sueños postergados.
Dejemos que se queden los miedos,
… escondidos.
La oscuridad de la noche y los primeros relámpagos preocupaban al abuelo Juan. “Se viene el tiempo y hay mucho camino de tierra por delante”, le decía a papá mientras preparaba el mate junto a su cocina a leña de la vieja casona de la esquina, donde iban a quedar al cuidado de las tías, mis hermanas mayores Elvy y Susy, aún niñas.
Con su experiencia como camionero, papá trató de tranquilizarlo, y luego de cargar el equipaje, se sentó al volante de su camión, acompañado de mamá que me llevaba en la falda, y de mis hermanos Lalo, apenas adolescente y Hugo, un niño de siete años. El reloj de pared del comedor marcaba las tres y media de esa madrugada.
Iniciamos el viaje con destino a la ciudad correntina de Curuzú Cuatiá, por la ruta de tierra, que llevaba a La Paz. La misma se iluminaba cada tanto, y los sonoros truenos anunciaban la inminente llegada de una lluvia torrencial. Luego de La Paz, pasamos por Feliciano, siempre tratando de ganarle al tiempo.
Los viajes se hacían cortos con los cuentos de papi, historias que siempre contaba como propias, por lo que despertaban aún más nuestro interés. Todo giraba en cuentos de luces malas, del diablo transformado en bebé que encontró el abuelo andando a caballo, de aparecidos. Siempre remataba el final con salidas cómicas, muy de su estilo, tales como “¡qué cosa que muere gente que nunca ha muerto, che!”, o comentarios como “Todos tenemos dos ojos, una nariz, dos orejas, una boca. ¡Pero somos todos distintos! ¿Cómo puede ser?”.
Cerca del mediodía llegamos a San Jaime de la Frontera, donde compramos frutas y algunos sandwichs, “para no parar”, decía nuestro chofer. Allí se enteró, por la radio del comedor, que en Viale ya estaba lloviendo, y el mal tiempo venía hacia nosotros en un gris plomo amenazador.
Había una razón que justificaba nuestro apuro. El camión estaba cargado con pasto para ser vendido en Corrientes como alimento para animales, el que no debía mojarse. Cuando llegamos a Curuzú Cuatiá, buscó un hotel, donde bajó mamá con los bolsos y conmigo, a quien para que no me mojara, llevaba casi volando, apretándome de la mano. Posiblemente nuestro refugio tenía menos estrellas que el cielo de la noche anterior, o tal vez ninguna, porque mamá aún hoy recuerda que la puerta no tenía cerradura y la comida estaba cruda. Pero todo estaba bien y lo disfrutábamos...
Con su experiencia como camionero, papá trató de tranquilizarlo, y luego de cargar el equipaje, se sentó al volante de su camión, acompañado de mamá que me llevaba en la falda, y de mis hermanos Lalo, apenas adolescente y Hugo, un niño de siete años. El reloj de pared del comedor marcaba las tres y media de esa madrugada.
Iniciamos el viaje con destino a la ciudad correntina de Curuzú Cuatiá, por la ruta de tierra, que llevaba a La Paz. La misma se iluminaba cada tanto, y los sonoros truenos anunciaban la inminente llegada de una lluvia torrencial. Luego de La Paz, pasamos por Feliciano, siempre tratando de ganarle al tiempo.
Los viajes se hacían cortos con los cuentos de papi, historias que siempre contaba como propias, por lo que despertaban aún más nuestro interés. Todo giraba en cuentos de luces malas, del diablo transformado en bebé que encontró el abuelo andando a caballo, de aparecidos. Siempre remataba el final con salidas cómicas, muy de su estilo, tales como “¡qué cosa que muere gente que nunca ha muerto, che!”, o comentarios como “Todos tenemos dos ojos, una nariz, dos orejas, una boca. ¡Pero somos todos distintos! ¿Cómo puede ser?”.
Cerca del mediodía llegamos a San Jaime de la Frontera, donde compramos frutas y algunos sandwichs, “para no parar”, decía nuestro chofer. Allí se enteró, por la radio del comedor, que en Viale ya estaba lloviendo, y el mal tiempo venía hacia nosotros en un gris plomo amenazador.
Había una razón que justificaba nuestro apuro. El camión estaba cargado con pasto para ser vendido en Corrientes como alimento para animales, el que no debía mojarse. Cuando llegamos a Curuzú Cuatiá, buscó un hotel, donde bajó mamá con los bolsos y conmigo, a quien para que no me mojara, llevaba casi volando, apretándome de la mano. Posiblemente nuestro refugio tenía menos estrellas que el cielo de la noche anterior, o tal vez ninguna, porque mamá aún hoy recuerda que la puerta no tenía cerradura y la comida estaba cruda. Pero todo estaba bien y lo disfrutábamos...
Tal vez su condición de hermano mayor hizo que el tío Miguel aprendiera algo de francés, el idioma que hablaban sus abuelos en la intimidad del hogar cuando vinieron de su lejana Suiza natal. Así fue que una tarde de verano, me enseñó a rezar en ese dulce idioma. Sólo recuerdo el Ave María, oración a la que repito como un loro, porque no se nada de francés.
Y posiblemente fue esa oración, pero en castellano, la que rezamos junto a su cama aquella noche cuando el tío nos dejó después de padecer una penosa enfermedad. Me recuerdo junto a él, junto a su mesa de luz, seguramente porque los mayores no se dieron cuenta de mi presencia. En realidad, no tenía muy claro lo que estaba sucediendo, ya que gracias a Dios la muerte era algo abstracto y lejano para mi. De ella algo sabía a través del catecismo y del fallecimiento de mi abuelo, cuando sólo tenía cinco años.
Los velorios son tristes. En días de lluvia, más tristes aún, pero si a eso le agregamos que es en el campo, el panorama es desolador.
Acompañando al tío en sus últimos días, muchos de los familiares se habían instalado en la casa del campo del abuelo Juan, a la que se llega aún hoy por el camino viejo a Seguí.
Como en todos los velorios de esa época, confirmada la muerte, los hombres en silencio corrieron los muebles del lugar elegido y se fueron a organizar un asado en el patio del fondo, para dar de comer a toda la gente que ya estaba y la que poco a poco iría llegando, al enterarse de lo ocurrido en nuestra familia.
Las tías y mamá colocaron todas las sillas junto a la pared y nos mandaron a los chicos afuera. En presencia de tantos primos, se nos mezclaban los sentimientos y por momentos nos parecía que estábamos de fiesta. Más tarde, todos nos sentamos por largas horas en la galería, aguardando la llegada de los aparatosos elementos de la funeraria.
Los grandes pasaron la “mala noche”, se llamaba así a la noche en que los parientes y amigos acompañan al fallecido. Al otro día, nos levantaron temprano porque debíamos viajar rumbo al cementerio de Viale.
La lluvia, que no paró en toda la noche, había dejado los caminos intransitables. Pero, como el traslado era impostergable, se decidió emprender el recorrido de cualquier forma y en los vehículos disponibles. Así fue que algunos subieron a los carros tirados por uno o dos caballos, otros a los autos con cadenas en sus ruedas, y mis hermanos y yo viajaríamos con papá y mamá en el camión, el que a su vez llevaba un acoplado cargado de gente.
Mi hermano Hugo, aún adolescente, manejaría el tractor Fiat color naranja que afortunadamente quedó en la familia, al que le llamaban “vaso de agua”, porque –decía orgulloso mi padre- no se le niega a nadie.
Como el barro era mucho, avanzábamos lentamente, todos formando una larga caravana. Era común ver autos atravesados en una alcantarilla o caídos en una pronunciada cuneta, los que por turno eran asistidos por mi hermano y su tractor, quien se desplazaba continuamente para seguir de cerca al variado acompañamiento.
En medio de tanto desorden y tristeza, ya en el último tramo del camino, el tractor llevaba atados con una gruesa cadena, al camión de papá, el que a su vez llevaba atado al camión de la familia Donda, para facilitar el avance de ambos vehículos. El ruido de los motores impidió que Hugo escuchara al tren que avanzaba a alta velocidad. El tractor alcanzó a subir el pronunciado terraplén donde pasaban las vías, y fue recién en ese momento cuando advirtió que se acercaba la máquina. Sorprendido sólo atinó a avanzar, y lo hizo de una manera tan brusca, que se cortó la cadena y quedaron de un lado el tractor y del otro lado, los dos camiones cargados de gente, casi sin aliento..
Este hecho -que pudo terminar en tragedia- es recordado en mi familia y aún hoy nos estremece, tal vez porque la Virgen, a la que aprendí a rezarle en confuso francés, venía junto a nosotros, y ese día nos regaló un milagro.
Y posiblemente fue esa oración, pero en castellano, la que rezamos junto a su cama aquella noche cuando el tío nos dejó después de padecer una penosa enfermedad. Me recuerdo junto a él, junto a su mesa de luz, seguramente porque los mayores no se dieron cuenta de mi presencia. En realidad, no tenía muy claro lo que estaba sucediendo, ya que gracias a Dios la muerte era algo abstracto y lejano para mi. De ella algo sabía a través del catecismo y del fallecimiento de mi abuelo, cuando sólo tenía cinco años.
Los velorios son tristes. En días de lluvia, más tristes aún, pero si a eso le agregamos que es en el campo, el panorama es desolador.
Acompañando al tío en sus últimos días, muchos de los familiares se habían instalado en la casa del campo del abuelo Juan, a la que se llega aún hoy por el camino viejo a Seguí.
Como en todos los velorios de esa época, confirmada la muerte, los hombres en silencio corrieron los muebles del lugar elegido y se fueron a organizar un asado en el patio del fondo, para dar de comer a toda la gente que ya estaba y la que poco a poco iría llegando, al enterarse de lo ocurrido en nuestra familia.
Las tías y mamá colocaron todas las sillas junto a la pared y nos mandaron a los chicos afuera. En presencia de tantos primos, se nos mezclaban los sentimientos y por momentos nos parecía que estábamos de fiesta. Más tarde, todos nos sentamos por largas horas en la galería, aguardando la llegada de los aparatosos elementos de la funeraria.
Los grandes pasaron la “mala noche”, se llamaba así a la noche en que los parientes y amigos acompañan al fallecido. Al otro día, nos levantaron temprano porque debíamos viajar rumbo al cementerio de Viale.
La lluvia, que no paró en toda la noche, había dejado los caminos intransitables. Pero, como el traslado era impostergable, se decidió emprender el recorrido de cualquier forma y en los vehículos disponibles. Así fue que algunos subieron a los carros tirados por uno o dos caballos, otros a los autos con cadenas en sus ruedas, y mis hermanos y yo viajaríamos con papá y mamá en el camión, el que a su vez llevaba un acoplado cargado de gente.
Mi hermano Hugo, aún adolescente, manejaría el tractor Fiat color naranja que afortunadamente quedó en la familia, al que le llamaban “vaso de agua”, porque –decía orgulloso mi padre- no se le niega a nadie.
Como el barro era mucho, avanzábamos lentamente, todos formando una larga caravana. Era común ver autos atravesados en una alcantarilla o caídos en una pronunciada cuneta, los que por turno eran asistidos por mi hermano y su tractor, quien se desplazaba continuamente para seguir de cerca al variado acompañamiento.
En medio de tanto desorden y tristeza, ya en el último tramo del camino, el tractor llevaba atados con una gruesa cadena, al camión de papá, el que a su vez llevaba atado al camión de la familia Donda, para facilitar el avance de ambos vehículos. El ruido de los motores impidió que Hugo escuchara al tren que avanzaba a alta velocidad. El tractor alcanzó a subir el pronunciado terraplén donde pasaban las vías, y fue recién en ese momento cuando advirtió que se acercaba la máquina. Sorprendido sólo atinó a avanzar, y lo hizo de una manera tan brusca, que se cortó la cadena y quedaron de un lado el tractor y del otro lado, los dos camiones cargados de gente, casi sin aliento..
Este hecho -que pudo terminar en tragedia- es recordado en mi familia y aún hoy nos estremece, tal vez porque la Virgen, a la que aprendí a rezarle en confuso francés, venía junto a nosotros, y ese día nos regaló un milagro.
Esa podría ser una gran noche. Lo cierto es que con una semana de anticipación preparábamos esta “salida”. No iba a ser un sábado más, era siempre una gran fiesta, organizada por alguna escuela, o por alguna Institución de beneficencia. El tema era no dejar de ir, y para eso siempre había que pensar en algún vestido de fiesta. Mucho brillo, mucha gasa, mucho encaje. Lo interesante era que esos vestidos de fiesta, después, cuando se ponían viejos, se transformaban en prácticos vestidos para todo andar, de tarde,...con brillos y tules. Pero bueno, casi no usábamos “vaqueros”, los clásicos jeans de ahora, no existían.
Sigo con el baile, éste empezaba temprano, más o menos a las nueve, y terminaba no más de las tres de la madrugada. Siempre con una orquesta de moda, mucha buena onda, completa cantina, y a esperar que te saquen a bailar. Yo tenía pena grave por parte de Hugo, mi hermano, de no salir a bailar por lo menos una “pieza” con aquél que me invitara a bailar. A él le molestaba que un amigo fuera rechazado por una de sus hermanas después de atravesar toda la “pista”.
Es que era comprensible, el cruzar la pista era todo un tema, ya que debía dirigirse el caballero a una determinada dama y en caso de un “rebote” quedaba en total evidencia, por lo que supongo que era muy humillante, ya que estaban sobre él todas las miradas. Uno de los recursos para evitar ese papelón era el “cabeceo” a la distancia, pero corrían con el riesgo de que saliera a bailar una dama que nada tenía que ver con su propósito.
En la historia que hoy les cuento, estabamos rodeando una pequeña mesa, de esas de maderas plegables, ocho chicas amigas, cuando después de atravesar de punta a punta la pista, llegó un conocido candidato. Invitó a bailar a todas, comenzando justo por la otra punta, yo estaba en el otro extremo. Mis amigas, una a una fueron diciendo que no, y entonces en último lugar, llegó mi turno.
Miré a mi hermanito vigilante, y me estaba observando el muy “cuida”, así que como un resorte me levanté y salí a bailar.
Era todo un personaje mi compañero, ya que tenía preparado el discurso. Recuerdo que al finalizar el primer tema, con voz romántica me dijo “A vos desde que te vi, me enamoré”... ¡?.
Fue tanta mi sorpresa que nunca lo olvidé.
Sigo con el baile, éste empezaba temprano, más o menos a las nueve, y terminaba no más de las tres de la madrugada. Siempre con una orquesta de moda, mucha buena onda, completa cantina, y a esperar que te saquen a bailar. Yo tenía pena grave por parte de Hugo, mi hermano, de no salir a bailar por lo menos una “pieza” con aquél que me invitara a bailar. A él le molestaba que un amigo fuera rechazado por una de sus hermanas después de atravesar toda la “pista”.
Es que era comprensible, el cruzar la pista era todo un tema, ya que debía dirigirse el caballero a una determinada dama y en caso de un “rebote” quedaba en total evidencia, por lo que supongo que era muy humillante, ya que estaban sobre él todas las miradas. Uno de los recursos para evitar ese papelón era el “cabeceo” a la distancia, pero corrían con el riesgo de que saliera a bailar una dama que nada tenía que ver con su propósito.
En la historia que hoy les cuento, estabamos rodeando una pequeña mesa, de esas de maderas plegables, ocho chicas amigas, cuando después de atravesar de punta a punta la pista, llegó un conocido candidato. Invitó a bailar a todas, comenzando justo por la otra punta, yo estaba en el otro extremo. Mis amigas, una a una fueron diciendo que no, y entonces en último lugar, llegó mi turno.
Miré a mi hermanito vigilante, y me estaba observando el muy “cuida”, así que como un resorte me levanté y salí a bailar.
Era todo un personaje mi compañero, ya que tenía preparado el discurso. Recuerdo que al finalizar el primer tema, con voz romántica me dijo “A vos desde que te vi, me enamoré”... ¡?.
Fue tanta mi sorpresa que nunca lo olvidé.
jueves, 14 de mayo de 2009
La siesta tenía mucha magia, porque durante esas poquitas horas de la tarde, los chicos jugábamos libremente en los fondos de las casas o en la calle. Por lo general los varones se reunían en las esquinas para algún campeonato de bolitas, o en la canchita de la Iglesia o en algún baldío, para jugar a la pelota. A veces, no eran tan buenos, y salían con sus gomeras a cometer un “pajaricidio” en algún nido.
Las niñas, usando pocos juguetes y mucha imaginación, jugábamos a la visita, a la mamá, a la peluquera, a la farmacia o al almacenero, para lo cual toda botella, tarro, palos de escoba, calabazas y trapos se convertían en remedios, vinos, perfumes, ollas, secadores de pelos, muñecas y sus vestidos.
Pero había alguien que cada tanto se encargaba de arruinarnos la fiesta. Esa era la Solapa. Para quienes no la conocieron y también para los que ya la olvidaron, les cuento que esa señora, tal como lo decía Santos Tala, a quien años más tarde tuve oportunidad de conocer, andaba toda vestida de blanco con un sombrero grandote, y aparecía justo a la hora de la siesta, siempre anunciada por el canto de la paloma. No se porqué razón, pero cuentan que algunas veces, la vieron que vestía de negro.
Según la chamarrita de ese conocido payador, la solapa nos quería asustar porque teníamos los mismos gustos, a ella también le gustaba el pisingallo, ese frutito blanco con forma de uva alargada, que encontrábamos en las enredaderas silvestres que se prendían en los alambrados. Además porque a ella no le gustaba que a la siesta, los “gurises cuatreros” anduvieran revisando los niditos. Lamentablemente contaba con la complicidad de los mayores.
Era suficiente que escucháramos el huu... huu, que cantaba a la siesta la paloma o ver pasar algo blanco parecido a una sábana y algún sombrero aludo moviéndose detrás de una pila de ladrillos o de los matorrales, para que “se armara el desparramo de gurises”, y corriéramos cada uno a su casa, atravesando de un salto los alambrados que separaban los patios linderos, ya que casi no había tapiales. Así corríamos, sin respiro, por los zaguanes y galerías hasta llegar a la seguridad de nuestra trinchera, la cama, adonde con el corazón saltando en nuestro pecho, nos metíamos tapándonos hasta la nariz, no precisamente para dormir la siesta, sino para poder espiar o imaginar los movimientos de nuestra enemiga...
Las niñas, usando pocos juguetes y mucha imaginación, jugábamos a la visita, a la mamá, a la peluquera, a la farmacia o al almacenero, para lo cual toda botella, tarro, palos de escoba, calabazas y trapos se convertían en remedios, vinos, perfumes, ollas, secadores de pelos, muñecas y sus vestidos.
Pero había alguien que cada tanto se encargaba de arruinarnos la fiesta. Esa era la Solapa. Para quienes no la conocieron y también para los que ya la olvidaron, les cuento que esa señora, tal como lo decía Santos Tala, a quien años más tarde tuve oportunidad de conocer, andaba toda vestida de blanco con un sombrero grandote, y aparecía justo a la hora de la siesta, siempre anunciada por el canto de la paloma. No se porqué razón, pero cuentan que algunas veces, la vieron que vestía de negro.
Según la chamarrita de ese conocido payador, la solapa nos quería asustar porque teníamos los mismos gustos, a ella también le gustaba el pisingallo, ese frutito blanco con forma de uva alargada, que encontrábamos en las enredaderas silvestres que se prendían en los alambrados. Además porque a ella no le gustaba que a la siesta, los “gurises cuatreros” anduvieran revisando los niditos. Lamentablemente contaba con la complicidad de los mayores.
Era suficiente que escucháramos el huu... huu, que cantaba a la siesta la paloma o ver pasar algo blanco parecido a una sábana y algún sombrero aludo moviéndose detrás de una pila de ladrillos o de los matorrales, para que “se armara el desparramo de gurises”, y corriéramos cada uno a su casa, atravesando de un salto los alambrados que separaban los patios linderos, ya que casi no había tapiales. Así corríamos, sin respiro, por los zaguanes y galerías hasta llegar a la seguridad de nuestra trinchera, la cama, adonde con el corazón saltando en nuestro pecho, nos metíamos tapándonos hasta la nariz, no precisamente para dormir la siesta, sino para poder espiar o imaginar los movimientos de nuestra enemiga...
miércoles, 13 de mayo de 2009
(hubiera quedado mejor que en lugar de esas botellitas aparecieran varias pilas de libros, pero...,como bien me lo dijo mi hijo Mauricio cuando vio la foto, "tenemos que hacernos cargo de nuestro pasado".)
Un abrazo para mis queridos compañeros de entonces!!
El año 1965 trajo una sorpresa para Viale. Hasta esa fecha, la única opción para el secundario era la Escuela Normal. Pero en ese año, una hermosa oportunidad se nos brindó no sólo a quienes recién terminábamos la escuela primaria, sino a aquellos que por distintas razones hacía ya un tiempo que se habían alejado de las aulas. En ese año, el Instituto Comercial “Virgen Milagrosa” comenzó a funcionar y tuvimos la posibilidad de elegir.
Recuerdo el entusiasmo de papá cuando llegó con la novedad, y si bien la idea tenía un poco de aventura, quiso que me inscribieran en la flamante escuela, junto a un numeroso grupo de gente, del pueblo y de zonas aledañas, que se habían acercado al colegio buscando el prometedor título de “perito mercantil”.
Las clases, que comenzaron a dictarse en las aulas de la escuelita de las hermanas o en el salón de la parroquia, iban haciendo camino al andar, un camino de muchas ganas, y un poco de incertidumbre. Sin embargo, sabíamos que nuestro pequeño barco no se hundiría con cualquier tormenta, porque al frente timoneaba el entonces Padre Héctor Saperas, un joven sacerdote decidido a llegar hasta el final con este proyecto. Con sus zapatos con suela de goma ingresaba silenciosamente al aula sin que lo advirtiéramos, sorprendiéndonos cuando lo descubríamos al final de la clase.
Al seguro capitán de nuestra nave lo asistía una excelente tripulación, formada por jóvenes profesores de este pueblo y de la ciudad de Paraná, cuya imaginación y dedicado empeño para cumplir de todas maneras con su objetivo, permitió que año tras año se inaugurara un nuevo curso lectivo.
Era normal ver llegar a los profesores con botas en los días de lluvia, días en los que el barro de la entrada de Viale hacía ansiosa la espera de los profesores de Paraná, ante la posibilidad de una “hora libre”. También la búsqueda de ranas en las cunetas para la clase de Zoología, o las didácticas clases de Literatura a la sombra de los árboles que rodeaban la canchita, estrategias que seguramente pretendían disimular la falta de elementos o de aulas en no pocas circunstancias.
Es suficiente con cerrar los ojos para ver a Elaine de Gioria, en su papel de Secretaria, y a Pochi Aimone como Celador. Ambos se transformaron en fieles compañeros y si no abusábamos, contábamos con su complicidad para disimular una llegada tarde o la falta de medias de nylon con rayas de nosotras, las niñas. Ellos apuntalaban la tarea de avanzar cueste lo que cueste, aguardando la llegada de la primer entrega del producto terminado. Si bien a lo largo de los cinco años algunos de los nuestros quedaron en el camino, están presentes en nosotros. Evocando a ellos, llega hasta mi una especial nostalgia por un querido compañero de entonces, Abelardo Fontana, quien, seguramente, desde algún lugar del cielo nos mira con su contagiosa alegría.
Lo cierto es que el compartir esas experiencias nos unió muy fuerte, porque sentíamos que juntos íbamos abriendo el surco para sembrar las semillas que prometían la primer cosecha. Así fue que en el final de la primavera del 69, el colegio entregaba a la comunidad de Viale su Primer puñado de Peritos Mercantiles, integrado por ocho chicas y cuatro muchachos.
Me acompañaron en esa aventura Raquel Lara, Marta Micheloud, Norma Nani, Mirta Salcedo, Norma Salcedo, Norma Siebenlist, Elsa Trocello, Agustín Irusta, Aliardo Sosa, Armando Tropini y Alberto Zapata, a quienes guardo en lo profundo de mi corazón.
Un abrazo para mis queridos compañeros de entonces!!
El año 1965 trajo una sorpresa para Viale. Hasta esa fecha, la única opción para el secundario era la Escuela Normal. Pero en ese año, una hermosa oportunidad se nos brindó no sólo a quienes recién terminábamos la escuela primaria, sino a aquellos que por distintas razones hacía ya un tiempo que se habían alejado de las aulas. En ese año, el Instituto Comercial “Virgen Milagrosa” comenzó a funcionar y tuvimos la posibilidad de elegir.
Recuerdo el entusiasmo de papá cuando llegó con la novedad, y si bien la idea tenía un poco de aventura, quiso que me inscribieran en la flamante escuela, junto a un numeroso grupo de gente, del pueblo y de zonas aledañas, que se habían acercado al colegio buscando el prometedor título de “perito mercantil”.
Las clases, que comenzaron a dictarse en las aulas de la escuelita de las hermanas o en el salón de la parroquia, iban haciendo camino al andar, un camino de muchas ganas, y un poco de incertidumbre. Sin embargo, sabíamos que nuestro pequeño barco no se hundiría con cualquier tormenta, porque al frente timoneaba el entonces Padre Héctor Saperas, un joven sacerdote decidido a llegar hasta el final con este proyecto. Con sus zapatos con suela de goma ingresaba silenciosamente al aula sin que lo advirtiéramos, sorprendiéndonos cuando lo descubríamos al final de la clase.
Al seguro capitán de nuestra nave lo asistía una excelente tripulación, formada por jóvenes profesores de este pueblo y de la ciudad de Paraná, cuya imaginación y dedicado empeño para cumplir de todas maneras con su objetivo, permitió que año tras año se inaugurara un nuevo curso lectivo.
Era normal ver llegar a los profesores con botas en los días de lluvia, días en los que el barro de la entrada de Viale hacía ansiosa la espera de los profesores de Paraná, ante la posibilidad de una “hora libre”. También la búsqueda de ranas en las cunetas para la clase de Zoología, o las didácticas clases de Literatura a la sombra de los árboles que rodeaban la canchita, estrategias que seguramente pretendían disimular la falta de elementos o de aulas en no pocas circunstancias.
Es suficiente con cerrar los ojos para ver a Elaine de Gioria, en su papel de Secretaria, y a Pochi Aimone como Celador. Ambos se transformaron en fieles compañeros y si no abusábamos, contábamos con su complicidad para disimular una llegada tarde o la falta de medias de nylon con rayas de nosotras, las niñas. Ellos apuntalaban la tarea de avanzar cueste lo que cueste, aguardando la llegada de la primer entrega del producto terminado. Si bien a lo largo de los cinco años algunos de los nuestros quedaron en el camino, están presentes en nosotros. Evocando a ellos, llega hasta mi una especial nostalgia por un querido compañero de entonces, Abelardo Fontana, quien, seguramente, desde algún lugar del cielo nos mira con su contagiosa alegría.
Lo cierto es que el compartir esas experiencias nos unió muy fuerte, porque sentíamos que juntos íbamos abriendo el surco para sembrar las semillas que prometían la primer cosecha. Así fue que en el final de la primavera del 69, el colegio entregaba a la comunidad de Viale su Primer puñado de Peritos Mercantiles, integrado por ocho chicas y cuatro muchachos.
Me acompañaron en esa aventura Raquel Lara, Marta Micheloud, Norma Nani, Mirta Salcedo, Norma Salcedo, Norma Siebenlist, Elsa Trocello, Agustín Irusta, Aliardo Sosa, Armando Tropini y Alberto Zapata, a quienes guardo en lo profundo de mi corazón.
Estoy muy contenta mamita querida,
porque inauguramos a nuestra escuelita.
Hay una gran fiesta con mucha alegría,
donde participa la gran mayoría
de toda la gente de la cercanía.
Estruendos de bombas al rayar el día,
al Rey de los Astros dieron bienvenida.
Flamea en lo alto la enseña argentina,
henchida de gozo, de paz y de dicha.
Cantaron el Himno la gente reunida,
cubriendo sus ecos a nuestra escuelita.
Alegres los rostros expresan sonrisas,
y los corazones con fuerza palpitan...
Es que todos sienten inmensa alegría,
porque inauguramos a nuestra escuelita.
Es así la escuela, mamita querida,
a la que tu hija –razón de tu vida-
concurre anhelosa toditos los días.
Ella es el fruto de fuerzas unidas,
de la acción fecunda, noble y decidida,
de toda la gente que habita esta Villa,
como del gobierno de nuestra Provincia,
..................................................................
Galardón sublime de la Patria Chica.
Todos cooperaron para verla erguida,
para que naciera flamante, bonita...
primero ladrillo, más tarde cal viva,
arena y “portland”, de a poco traían.
baldosas, mosaicos, reunidos en pilas,
hierros, aberturas, para la escuelita.
Hicieron cimientos, y después las vigas,
techo y revoques, todo sin fatiga;
hasta la pintaron de blanco enterita,
Como nuestra Santa, la Virgen María...
y como una novia recién vestidita.
Aquí está la escuela, mamita querida;
nido de cariño, caja de armonías,
valioso tesoro que tierno prodiga
cual madre amorosa, su sabiduría.
Es ella ternura, es fuente de vida,
porque nos inculca bondad infinita.
Ella es luz radiante que el alma ilumina
y que nos conduce por senda benigna.
Todo eso es la escuela de Las Hermanitas
que hoy inauguramos, mamita querida.
Por eso yo ofrezco con la fe más viva,
mi humilde oración: ¡Qué Dios la bendiga!
Poesía de don Amalio Zapata Zoñez.
porque inauguramos a nuestra escuelita.
Hay una gran fiesta con mucha alegría,
donde participa la gran mayoría
de toda la gente de la cercanía.
Estruendos de bombas al rayar el día,
al Rey de los Astros dieron bienvenida.
Flamea en lo alto la enseña argentina,
henchida de gozo, de paz y de dicha.
Cantaron el Himno la gente reunida,
cubriendo sus ecos a nuestra escuelita.
Alegres los rostros expresan sonrisas,
y los corazones con fuerza palpitan...
Es que todos sienten inmensa alegría,
porque inauguramos a nuestra escuelita.
Es así la escuela, mamita querida,
a la que tu hija –razón de tu vida-
concurre anhelosa toditos los días.
Ella es el fruto de fuerzas unidas,
de la acción fecunda, noble y decidida,
de toda la gente que habita esta Villa,
como del gobierno de nuestra Provincia,
..................................................................
Galardón sublime de la Patria Chica.
Todos cooperaron para verla erguida,
para que naciera flamante, bonita...
primero ladrillo, más tarde cal viva,
arena y “portland”, de a poco traían.
baldosas, mosaicos, reunidos en pilas,
hierros, aberturas, para la escuelita.
Hicieron cimientos, y después las vigas,
techo y revoques, todo sin fatiga;
hasta la pintaron de blanco enterita,
Como nuestra Santa, la Virgen María...
y como una novia recién vestidita.
Aquí está la escuela, mamita querida;
nido de cariño, caja de armonías,
valioso tesoro que tierno prodiga
cual madre amorosa, su sabiduría.
Es ella ternura, es fuente de vida,
porque nos inculca bondad infinita.
Ella es luz radiante que el alma ilumina
y que nos conduce por senda benigna.
Todo eso es la escuela de Las Hermanitas
que hoy inauguramos, mamita querida.
Por eso yo ofrezco con la fe más viva,
mi humilde oración: ¡Qué Dios la bendiga!
Poesía de don Amalio Zapata Zoñez.
martes, 5 de mayo de 2009
lunes, 4 de mayo de 2009
Todo era cuestión de imaginación en las tan anunciadas noches de carnaval de Viale. En ellas no faltaba nada ni nadie. Al atardecer las calles principales se iluminaban especialmente para permitir aplaudir a numerosas carrozas, comparsas, y máscaras sueltas, que al compás de una contagiosa música multiplicada por grandes altoparlantes, desfilaban frente al pueblo reunido.
Por la noche, la mayoría asistía a los bailes en los clubes, famosos en la zona. Si bien nos hacía merecedores de un seguro reto en el sermón del próximo domingo.
Lo cierto es que familias enteras concurrían a la anunciada cita, las que luego de ocupar una gran mesa y pedir gaseosas y cervezas con generosidad, se disponían a bailar y disfrutar, mientras aguardaban la elección de la princesa de la noche o de la reina, si se trataba de la noche de cierre.
Los chicos se divertían corriendo alrededor de la pista mientras juntaban tapitas de cerveza y de las otras. En el escenario, con voz grave y ceremoniosa, el cálido don Amalio Zapata Zoñez animaba la velada, junto al querido y recordado “Petizo” Smunck, quienes anunciaban un nuevo tema musical o se encargaban de convocar a las participantes, con el característico “...ahí viene viniendo la princesa” de don Amalio.
En mi familia siempre recuerdan en especial una noche de carnaval, cuando Chiche Vitor, uno de mis cuñados, se disfrazó de espantapájaros con un traje de duro cartón, y papá, que para estas cosas era materia dispuesta, se disfrazó de detective, vistiendo un piloto de cuello levantado, pipa y gorra. Todo estaba muy bien, lástima que el simpático espantapájaros por tener los brazos estaqueados tuvo que conformarse con caminar como sonámbulo toda la noche.
Por la noche, la mayoría asistía a los bailes en los clubes, famosos en la zona. Si bien nos hacía merecedores de un seguro reto en el sermón del próximo domingo.
Lo cierto es que familias enteras concurrían a la anunciada cita, las que luego de ocupar una gran mesa y pedir gaseosas y cervezas con generosidad, se disponían a bailar y disfrutar, mientras aguardaban la elección de la princesa de la noche o de la reina, si se trataba de la noche de cierre.
Los chicos se divertían corriendo alrededor de la pista mientras juntaban tapitas de cerveza y de las otras. En el escenario, con voz grave y ceremoniosa, el cálido don Amalio Zapata Zoñez animaba la velada, junto al querido y recordado “Petizo” Smunck, quienes anunciaban un nuevo tema musical o se encargaban de convocar a las participantes, con el característico “...ahí viene viniendo la princesa” de don Amalio.
En mi familia siempre recuerdan en especial una noche de carnaval, cuando Chiche Vitor, uno de mis cuñados, se disfrazó de espantapájaros con un traje de duro cartón, y papá, que para estas cosas era materia dispuesta, se disfrazó de detective, vistiendo un piloto de cuello levantado, pipa y gorra. Todo estaba muy bien, lástima que el simpático espantapájaros por tener los brazos estaqueados tuvo que conformarse con caminar como sonámbulo toda la noche.
sábado, 2 de mayo de 2009
Esa mañana se despidió como siempre lo hacía, antes de emprender un nuevo viaje, esta vez rumbo a Corrientes. Su camión formaría parte de una larga caravana, junto a otros como el de Alfredo y Carlitos Aimone, Raúl y Arturo Grinóvero y Lorenzo Trocello, quienes harían el mismo recorrido. Iban a trabajar en el transporte de maderas en distintos obrajes de esa provincia del norte, y también a buscar leña para venderla a la fábrica “Nestlé” de Nogoyá.
Era temprano cuando salió a la puerta acompañado de mamá, quien cargaba un bolso donde le había puesto algunas “mudas” y algo de comida para el viaje de ida.
Ella, con sus treinta y tres años, lo quedó mirando hasta que el camión se perdió en la angosta callecita de tierra, rumbo a la casa de Don Ochoa, quien lo acompañaría en su larga travesía. Seguramente esta vez, también traería leña y un poco de carbón para que mamá vendiera al menudeo, en el fondo de casa. “Con eso tenemos para la comida diaria” contaba orgullosa sentada en el patio recién regado, porque era de tierra, de su vecina doña Alejandra Kocherengo.
Después de mirar a su hombre partir, suspiró hondo y sin pronunciar palabra, se puso el delantal y se apuró a levantar a mis hermanos mayores, para que no llegaran tarde a la Escuela Nº 60. Yo todavía no iba porque sólo tenía dos años, así que los observaba desde mi escasa altura. Les sirvió un desayuno de leche caliente y pan fresco y los despidió con un beso, en la esquina, como lo hacía todas las mañanas.
Habían pasado demasiados días, con sus largas noches, sin que recibiera alguna noticia que le dijera que todo andaba bien. Era ya tarde cuando golpearon a la puerta que daba a la galería. Mamá saltó de su cama y corrió a la puerta, sintiendo que su corazón dejaba de latir por un instante. “No se asuste Dorita, pero a Cándido se lo llevaron los militares”, dijo el Negro Leguizamón, tratando de hablar despacio para no asustarla. Esa era la primer noticia que recibía después de su partida, y consideraba necesario confirmarla. Nos vistió a todos, callada, como es ella, y cargando conmigo en brazos fuimos caminando por el medio de la calle. “Es más seguro...”, decía mamá, “las veredas están llenas de yuyos y puede haber algún bicho escondido”.
Así llegamos a la casa de don Modesto Grinóvero, el papá de Arturo y Raúl, quienes también formaban parte del grupo de camioneros. El hombre mayor, tratando de tranquilizarla, le dijo que sí, pero que se quedara tranquila, que iba a estar todo bien, y la llamó a Amalia, su esposa, para contarle sobre lo sucedido. No se lo había dicho todavía para no preocuparla.
Un poco mareada por la situación, nos juntó a los cinco y decidió emprender el regreso. La noche estaba demasiado oscura, había poca luna y no pudo ver que cerca del portón había unas tablas con tornillos que en su caída, se incrustaron justo en una de sus rodillas. Con esa herida abierta, caminó sin quejarse para no asustarnos, rumbo a casa. Cuando llegó, buscó una palangana con agua tibia y un poco de alcohol para evitar una infección, mientras pensaba a quien recurrir para saber algo más. En Viale había pocos teléfonos, y con ese dolor tan fuerte en su pierna y con los chicos tan pequeños, no era conveniente moverse esa noche. Mañana tal vez, pensaba, una “conferencia” a Paraná, así se les le decía a las llamadas de larga distancia, a su sobrina Elicia Zabala, podría aclarar un poco las cosas.
Era septiembre, los días más cálidos marcaban la proximidad de la primavera del año 1955. Esa tarde de domingo, mientras aguardaban que en el obraje pudieran entregarle la leña, nuestros camioneros decidieron ir a pescar a un arroyo cercano. La tranquilidad del lugar invitaba a una siesta debajo de los árboles, después del asado. La sorpresiva y ruidosa llegada de hombres uniformados interrumpieron esos planes al aire libre. Uno de ellos preguntó en voz alta de quien eran los camiones que estaban estacionados junto al arroyo. Les propuso que los manejaran ellos, o de lo contrario se los llevarían para cargarlos con soldados.
En el país se estaba gestando la revolución militar con apoyo en Curuzú Cuatía, autodenominada “Revolución Libertadora”. Juntaron sus cosas y después de mirarse sin pronunciar palabra, decidieron no desprenderse de sus camiones y manejarlos hasta el destino que los militares les asignaran. Papá no estaba dispuesto a perder su capital, lo había comprado con mucho esfuerzo. Sentía que estaba en peligro y no sabía como ni cuando terminaría esta odisea.
Después de nueve días, llegó la noticia esperada gracias a averiguaciones del marido de Elicia. Los camioneros estaban bien, habían sido traídos hasta Paraná cargando soldados y papá servía comida en los cuarteles.
A su regreso, una luna llena iluminaba el patio, y se metía curiosa por la ventana del comedor. La calma reinaba en toda la casa, y en la cocina, el cuadro de rústica madera y color a humo sabiamente rezaba “Donde existe el amor, reina la felicidad”. El camión de la aventura ya estaba guardado en el galpón y en la radio se escuchaba al periodista uruguayo de Radio Colonia que con su voz característica hablaba del reciente bombardeo a la Casa de Gobierno en Buenos Aires, y de la consecuente caída del entonces Presidente de Argentina, General Juan Domingo Perón.
Cenamos en silencio, y luego, cobijados por un profundo afecto, rodeamos a papá para escuchar, a la luz del farol, el relato de su último viaje.
Era temprano cuando salió a la puerta acompañado de mamá, quien cargaba un bolso donde le había puesto algunas “mudas” y algo de comida para el viaje de ida.
Ella, con sus treinta y tres años, lo quedó mirando hasta que el camión se perdió en la angosta callecita de tierra, rumbo a la casa de Don Ochoa, quien lo acompañaría en su larga travesía. Seguramente esta vez, también traería leña y un poco de carbón para que mamá vendiera al menudeo, en el fondo de casa. “Con eso tenemos para la comida diaria” contaba orgullosa sentada en el patio recién regado, porque era de tierra, de su vecina doña Alejandra Kocherengo.
Después de mirar a su hombre partir, suspiró hondo y sin pronunciar palabra, se puso el delantal y se apuró a levantar a mis hermanos mayores, para que no llegaran tarde a la Escuela Nº 60. Yo todavía no iba porque sólo tenía dos años, así que los observaba desde mi escasa altura. Les sirvió un desayuno de leche caliente y pan fresco y los despidió con un beso, en la esquina, como lo hacía todas las mañanas.
Habían pasado demasiados días, con sus largas noches, sin que recibiera alguna noticia que le dijera que todo andaba bien. Era ya tarde cuando golpearon a la puerta que daba a la galería. Mamá saltó de su cama y corrió a la puerta, sintiendo que su corazón dejaba de latir por un instante. “No se asuste Dorita, pero a Cándido se lo llevaron los militares”, dijo el Negro Leguizamón, tratando de hablar despacio para no asustarla. Esa era la primer noticia que recibía después de su partida, y consideraba necesario confirmarla. Nos vistió a todos, callada, como es ella, y cargando conmigo en brazos fuimos caminando por el medio de la calle. “Es más seguro...”, decía mamá, “las veredas están llenas de yuyos y puede haber algún bicho escondido”.
Así llegamos a la casa de don Modesto Grinóvero, el papá de Arturo y Raúl, quienes también formaban parte del grupo de camioneros. El hombre mayor, tratando de tranquilizarla, le dijo que sí, pero que se quedara tranquila, que iba a estar todo bien, y la llamó a Amalia, su esposa, para contarle sobre lo sucedido. No se lo había dicho todavía para no preocuparla.
Un poco mareada por la situación, nos juntó a los cinco y decidió emprender el regreso. La noche estaba demasiado oscura, había poca luna y no pudo ver que cerca del portón había unas tablas con tornillos que en su caída, se incrustaron justo en una de sus rodillas. Con esa herida abierta, caminó sin quejarse para no asustarnos, rumbo a casa. Cuando llegó, buscó una palangana con agua tibia y un poco de alcohol para evitar una infección, mientras pensaba a quien recurrir para saber algo más. En Viale había pocos teléfonos, y con ese dolor tan fuerte en su pierna y con los chicos tan pequeños, no era conveniente moverse esa noche. Mañana tal vez, pensaba, una “conferencia” a Paraná, así se les le decía a las llamadas de larga distancia, a su sobrina Elicia Zabala, podría aclarar un poco las cosas.
Era septiembre, los días más cálidos marcaban la proximidad de la primavera del año 1955. Esa tarde de domingo, mientras aguardaban que en el obraje pudieran entregarle la leña, nuestros camioneros decidieron ir a pescar a un arroyo cercano. La tranquilidad del lugar invitaba a una siesta debajo de los árboles, después del asado. La sorpresiva y ruidosa llegada de hombres uniformados interrumpieron esos planes al aire libre. Uno de ellos preguntó en voz alta de quien eran los camiones que estaban estacionados junto al arroyo. Les propuso que los manejaran ellos, o de lo contrario se los llevarían para cargarlos con soldados.
En el país se estaba gestando la revolución militar con apoyo en Curuzú Cuatía, autodenominada “Revolución Libertadora”. Juntaron sus cosas y después de mirarse sin pronunciar palabra, decidieron no desprenderse de sus camiones y manejarlos hasta el destino que los militares les asignaran. Papá no estaba dispuesto a perder su capital, lo había comprado con mucho esfuerzo. Sentía que estaba en peligro y no sabía como ni cuando terminaría esta odisea.
Después de nueve días, llegó la noticia esperada gracias a averiguaciones del marido de Elicia. Los camioneros estaban bien, habían sido traídos hasta Paraná cargando soldados y papá servía comida en los cuarteles.
A su regreso, una luna llena iluminaba el patio, y se metía curiosa por la ventana del comedor. La calma reinaba en toda la casa, y en la cocina, el cuadro de rústica madera y color a humo sabiamente rezaba “Donde existe el amor, reina la felicidad”. El camión de la aventura ya estaba guardado en el galpón y en la radio se escuchaba al periodista uruguayo de Radio Colonia que con su voz característica hablaba del reciente bombardeo a la Casa de Gobierno en Buenos Aires, y de la consecuente caída del entonces Presidente de Argentina, General Juan Domingo Perón.
Cenamos en silencio, y luego, cobijados por un profundo afecto, rodeamos a papá para escuchar, a la luz del farol, el relato de su último viaje.
…Era muy común que en determinados horarios, en especial los fines de semana, se dejaran de lado todas las tareas y familias enteras se ubicaran en sillas, sillitas y sillones, a manera de cine, frente al misterioso aparato de caja de madera y muchos botones, para “espiar” a través de la ventanita lo que sucedía más allá del cruce de la ruta 18 con la entrada a Viale…
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